He visto paisajes de horizontes interminables, donde el aire era una fiesta de haces de luz dorada, suspendidos en miles de gotas de rocío. Paisajes donde lo grande era enorme y lo pequeño, diminuto. Paisajes de sombras alargadas y juguetonas, escurridizas e inmóviles. Paisajes de contrastes.
En ellos, un jardín era una selva, poblada de monstruosas criaturas y seres invisibles, innumerables. Y mi casa, mi palacio y mi castillo, mi fortaleza y mi cárcel.
Paisajes de manos grandes, suaves y calientes; de sillas bajas y pan rallado. Paisajes de rostros familiares, emborronados por el tiempo y la pérdida. Paisajes de olor a lluvia y a jabón; a besos y buenas noches. Hasta demà si Deu vol.
Paisajes donde tener frío o calor era seguir viviendo, frotarse las manos, secarse la frente...
Y paisajes de tedio, que eran grises y grises. Un gris y otro gris igual. La luz por la ventana y sólo a través de la ventana. Y dar un paso era tener una perspectiva distinta de la misma ventana. Paisajes otoñales, marchitos antes de hora. Paisajes a los que les costaba trabajo sonreír. Paisajes vacíos y nublados. Paisajes sin forma y sin nombre.
A veces los recuerdo y me pregunto dónde fueron a parar. Paisajes olvidados; paisajes recuperados bajo el pincel de la arqueología emocional.
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