30.3.07

El Gañán en el arte

El Gañán, ese entrañable personaje de La Hora Chanante, es mucho más que una evidencia de nuestra cultura popular - llámese etnología si hace falta, para darle lustre. Es una actitud ante la vida, que sólo los auténticos maestros saben plasmar con fidelidad al modelo real. Ahora lo hace el grupito de Albacete, colando en nuestros salones a un estupendo gañán, encarnado por Ernesto Sevilla.

Pero antes, ya en el siglo XVII, los pinceles de artistas tan grandes como el nunca suficientemente reivindicado Alonso Cano, sacaban a la luz la existencia de este personaje prototípico de un sentimiento apasionado, que surge con la espontaneidad más fresca y no se deja enjaular en los corsés de la alfabetización:


Nótese la actitud amenazante de San Jerónimo, que, claramente, no estaba dedicado precisamente a la oración, sino a esperar al ángel trompetero, crucifijo en mano, para atizarle con él, algo que se puede comprobar con la simple observación de su brazo derecho, cuyos músculos quedan marcados con vibrante tensión.

Y aunque, visto lo visto, pudiéramos aludir a su carácter intrínsecamente hispánico, bien es cierto que encontramos dignos ejemplos de gañán en el arte italiano, que nos permiten pecibirlo más bien como un modelo propiamente mediterráneo.

¡Que me da!

Con este "David", Bernini demostró ser un buen observador de la sociedad de su tiempo, por encima de los excelsos, pero utópicos, ideales del Renacimiento.

28.3.07

Cara y Cruz del Barroco

Una obra única, sí...
Las Tres Gracias. Rubens. Museo del Prado. Madrid.
...pero con reverso.

Abrazo de Santa Teresa de Jesús, Santa Catalina de Siena y Santa Clara. Convento de San José. Madres Carmelitas Descalzas. Medina de Rioseco.

19.3.07

Razones para estudiar idiomas

Hoy 19 de Marzo es la gran noche de las Fallas, es el momento de la Cremà, del borrón y cuenta nueva primaveral. Y en días como hoy no puedo dejar de recordar mis años de mocedad en Valencia. Por aquel entonces, Sevilla para mí era la ciudad que figuraba en mi partida de nacimiento y un lugar que apenas conocía, bosquejado sólo por los retazos llenos de añoranza que me traía mi madre en forma de coplas y de macetas en el balcón; ese lejano rincón de España al que acudía en Semana Santa para conmoverme ante el pan de oro de las canastillas neobarrocas y las bandas de cornetas y tambores. Sevilla podía ser sólo eso, pero significaba mucho más. Era mi Arcadia particular, el Edén del que fui expulsada sin tiempo de explorarlo en profundidad. Y mi morriña irracional alcanzaba cotas inexplicables, como mi testaruda negativa a vivir en Valencia y a asumir que vivía en Valencia.

Me asomaba a las Fallas con cierta repulsión y fingida indiferencia, que se tornaba iracundo desprecio cuando la parafernalia que rodea a la fiesta me atacaba directamente: esos niños tirándome petardos, esas multitudes incordiando, esas bandas de musica despertándome a las siete de la mañana durante la semana que no tenía que ir al colegio y que, supuestamente, tenía libertad para dormir hasta las tantas. Y, cómo no, esos peinados incomodísimos, de roetes tirantes y peineta clavada. ¡Cómo dolía! Esa chocolatada, que recibía arrugando la nariz ante los grumos y la gruesa piel de nata. Ese cantar un himno que no era mío, de la mano de niños que no eran mis amigos.

No, yo no era valenciana. Y hacía alarde de no serlo. Una de mis pataletas más duradera, porque duraba todo el año académico, se refería a la lengua: me negaba a estudiar valenciano porque no era mi lengua. Así que, durante todo el curso, renunciaba a hacer los deberes y trabajos diversos que se nos encomendaban, máxime si la cosa trataba de escribir una redacción sobre Jaime I -allí "Jaume I, el Conqueridor"-. Sabía que no tenía dificultad en aprender, sólo fingía que no quería hacerlo. Aprobar los exámenes no era ningún problema pero, a pesar de tener buenas notas al final, mi profesora decidió -con buen criterio, pienso ahora- suspenderme por este evidente problema de actitud.

La condición que me impuso para aprobarme consistía en realizar todas las tareas que tenía pendientes, todas las que había ido dejando atrás a lo largo del curso. No tardé más de dos semanas: aprobado asegurado, y el resto del verano para mí, sin manchas en mi expendiente. Pero sólo lo hice por eso, por no dejar manchas, por lavar más limpio y con serias dificultades para tragarme mi orgullo.

Ahora bien, si la profesora hubiera sido además una buena educadora, se habría preocupado además de hacerme entrar en razón, me habría convencido con argumentos para estudiar valenciano, que los hay. Me habría hecho entender que estudiar una lengua que no es la mía no sólo no es malo, sino que puede ser una herramienta muy útil para ayudarme a comprender mi propia lengua, si de ombliguismo se trata, dada la interconexión de las lenguas romances. Me habría hecho entender que estudiar la lengua del lugar donde vivo es un ejercicio de respeto hacia la cultura de ese lugar, un generoso intento por integrarme, del que me habría podido beneficiar con algo menos de aislamiento en mi absurda infancia. Me habría hecho entender que estudiar una lengua que no es la mía sirve, básicamente, para entender a quienes la hablan. Y no querer entender no sólo es un acto de soberbia, sino que fue la actitud más prepotente, rozando lo ridículo, que pude asumir.

Terminé hablando el valenciano bastante bien, casi como si fuera de la tierra. Pero, por falta de uso, hoy por hoy lo tengo bastante olvidado.

17.3.07

Influencias Musicales

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"CITY OF DELUSION"

BY

13.3.07

Las Campañas de la DGT

Hay que concienciar a la población, eso es más que evidente. Hay que convencer a los conductores para que circulen a una velocidad adecuada, que ir deprisa es un goloso atractivo para muchos inconscientes. Hay que convencer a los motoristas para que usen el casco ya que, aunque no llevarlo resulte mucho más cómodo y menos antiestético, lo que sí que debe ser feo es una cabeza abierta como un melón. Hay que convencer a todos los usuarios de la necesidad de ponerse el cinturón, que es ir atrapado, pero es una cárcel con buenas intenciones.

Sí, es necesario una estrategia directa, pero efectiva, para hacer mella en todos los insensatos que circulan por nuestras vías. La DGT se puede permitir los lujos que quiera: desde un carísimo spot de televisión con despligue de medios técnicos; hasta un sencillo pero impactante mensaje negro sobre blanco capaz de remover estómagos. Puede escandalizar con escenas violentas y fotografías que ni el CSI cuando se pone macabro. Pero lo que no puede hacer es distraer a los conductores en pleno trayecto.

Desde la encarnizada lucha para eliminar las vallas publicitarias de nuestras carreteras, con indulto incluido para el toro de Osborne, estaba convencida de que la DGT tenía auténtico interés en mantener a los conductores con la mirada y el pensamiento fijos en la carretera. Pero primero empezaron a jugar al escondite, con los coches camuflados y los flashes que deslumbraban como un "te pillé" descarado. Después, siguieron la juerga con los radares, de manera que, a quien le guste correr, ahora tiene otro entretenimiento en pleno viaje. Un juego llamado "adivina donde está el radar", versión moderna del "frío-frío, caliente-caliente". Y si te pillan, te quemas.

Y por fin, los carteles luminosos. La DGT se ha topado con gente muy profesional para su última campaña de marketing. Tan en serio se la han tomado, que la han planteado de un modo integral, afectando no sólo a los medios tradicionales, sino también a la señalización en carretera. Empezaron con los mensajes de fin de semana, con frases del tipo "56 muertos el mismo fin de semana en 2006" o "buen viaje, pero sin correr". Mensajes que, aisladamente, se entienden y puede que incluso alguno los agradezca. A mi, cuando a las cuatro y media de la tarde del viernes, me los encontraba de camino al trabajo, me fastidiaban bastante, porque lo único que me hacían pensar es que iban dirigidos a todos esos compañeros de carretera que ya habían terminado su jornada laboral y podían irse de viaje.

La última es, como he dicho, una campaña de marketing integral. Esto significa que no es posible comprender los mensajes aisladamente, sino dentro de un contexto creado por dicha campaña. Es decir, es necesario haber visto los spots de televisión o al menos haber leído los anuncios en prensa escrita, para poder descifrar las palabras que aparecen en los carteles luminosos.

La primera sorpresa, a bordo de mi Kalos por la SE-30, me la dio una frase que decía: "Elige tu razón y úsalo". Como las palabras así, sueltas, no tenían ningún sentido para mí, tuve que leerlas varias veces, lo que hubiera podido provocar una situación de riesgo si me hubiera despistado del todo, concentrada en la lectura. Al cabo de un rato, cuando ya estaba a punto de decidir que aquello no tenía ningún sentido para mí, me acordé del dibujito que aparecía junto al mensaje: una especie de muñequito con el cinturón puesto. Pero claro, esto es echarle imaginación, porque el muñequito lo mismo podía ser un canguro, con un cangurito colgando. Eso me hizo recordar el spot y, al fin, pude comprender el sentido del mensaje-anuncio. Mientras lo descifraba, debieron pasar dos o tres minutos durante los cuales mi concentración sobre el acto de conducir debía estar bajo mínimos.

Hoy ha aparecido uno nuevo: "A 150 no se salva nadie". Este no me pilló de sorpresa, así que fue muchísimo más fácil de entender y no tuve que dedicarle tanto tiempo. Aún así, también tuve que apoyarme en el spot que había visto hacía sólo unas horas.

Ahora la pregunta es, ¿realmente resulta útil una señal luminosa que hace perder la concentración a los conductores? ¿No debe utilizarse este medio con más cabeza y más sentido práctico y dejar las campañas para otros medios, convencionales o no? Es decir, podemos empapelar el Parque de María Luisa con mensajes de concienciación, que tarde o temprano, seguramente un domingo soleado, nos los encontraremos, pero leerlos y descifrarlos no supondrán ningún peligro.

Añoro los días en que las señales luminosas sólo avisaban de incidentes que podían afectar a la conducción, como el peligro de alcances a causa de la lluvia o la presencia de un coche parado en el arcén.

La foto del toro de Osborne es cortesía de Carlos.

5.3.07

Los Halcones de San Ildefonso

Me rendí. Finalmente, he tenido que darme por vencida. Anoche, cuando tumbada en la cama, empecé a hojear La Trilogía de Nueva York, de Paul Auster, sabía que estaba renunciando para siempre a ese esfuerzo autoimpuesto de terminar todos y cada uno de los libros que caen en mis manos, aunque no los disfrute. Pero, y siguiendo con el hilo del post anterior, ¿de qué sirve una afición, cuando se convierte en una obligación inasumible?

La culpa la ha tenido La Catedral del Mar, peñazo infumable que no hay por donde coger. ¿A quién se le ocurrió publicar este libro? Estoy por encadenarme a la puerta de la editorial y ponerme en huelga de hambre o algo así. El pobre Ildefonso Falcones, abogado barcelonés al que se le ven las ganas de ilustrarnos a todos con su sabiduría y su profundo conocimiento de las leyes medievales, no tiene la culpa. El tío no sabe escribir, ¿y qué? Pues que le cierren las puertas de la editorial.

No es ya por el lenguaje ramplón, el vocabulario de primero de la ESO, o la narrativa absolutamente plana y desprovista de toda emoción. No es sólo por la paja mental de Ildefonso, que cada vez que puede nos explica, cual profesor vocacional sin posibilidad de ejercer, las leyes de la época. Tampoco por la incoherencia del texto, que en la página 40, relata la obsesión del protagonista -o por lo que imagino, del padre del protagonista- por conseguir la Carta de Ciudadanía, para librarse de la servidumbre de la tierra y ser un ciudadano libre en Barcelona; mientras en la 80, muestra la sorpresa del mismo personaje al enterarse de que existía un documento llamado "Carta de Ciudadanía". Esa fue mi última página, mi último intento. "Hasta aquí ha podido mi paciencia, no leo una palabra más".

¡Qué va! Si ya lo digo, que Ildefonso no tiene la culpa. Lo que me pregunto es, ¿no hay lectores profesionales encargados de evitar despropósitos como éste? ¿No hay editores capaces de decir "Anda, Ildefonso, dedícate a la abogacía y déjanos en paz"? Que haya mamarrachos por ahí que se creen escritores y con posibilidades de publicar me conduce a un éxtasis borracho de elitismo que siempre he denostado, pero que cada día me parece más necesario. ¡Viva Prada! Hay que ponerle puertas al campo, o sea, al arte. Es decir, al Arte, que no todo es lo mismo.

Todo esto se habría solucionado sólo con ofrecerle el texto a un redactor profesional, para que trabajara en él durante un mes, sólo un mes, y le diera "una vueltecita", como me dicen algunos a mí. No tiene gran dificultad y me habría librado de este sentimiento de desesperación, no ya porque se haya publicado este libro, sino porque no hago más que preguntarme cómo es posible que haya vendido tanto. ¿Quién fue el primero en recomendar esto?

Ahora no me queda más remedio que agachar la cabeza de nuevo ante el incombustible Reverte. Que El Caballero del Jubón Amarillo me pareciera una obrita menor, frente a la intensa El Sol de Breda, la mejor de la saga por el momento, no significa que el autor esté de capa caída. A pesar del tono folletinesco, que puede llegar a incordiar lo suyo, debo reconocer cuando alguien es capaz de asumir el lenguaje de una época y traerlo a la actualidad con absoluta maestría y grandes dosis de frescura.

Igualito que Ildefonso Falcones. Y por cierto, si yo tuviera ese nombre, no dudaría en titular mi primera novela "Los Halcones de San Ildefonso". ¿Que por qué? Pues porque sí, porque es sonoro. Recursos literarios para justificar ese título, los hay a patadas.

Debo matizar, para quienes creen que quien teclea esto lo hace movida por el prejuicio a los best-sellers o la novela histórica, que procuro leerlo todo con los ojos, y el pensamiento, bien abiertos. Que me pasé las nosecuántas páginas de Los Pilares de la Tierra, aburridísima novela a la que debe mucho la protagonista de esta entrada, esperando a que llegara esa tan cacareada emoción sin límites que describían quienes me la recomendaron. Que devoré con ansia El Código Da Vinci, llegando a considerarla un entretenidísimo ejercicio de ficción narrativa, muy por encima de las especulaciones polémicas de carácter religioso, que no son más que una mera excusa. Que creo que la culpa de todo la tiene El Nombre de la Rosa, título que venero y que es capaz de demostrar que lo comercial no está reñido con la calidad. Y sobre todo, que lo que más me entristece, es que los buenos escritores, tengan que agarrarse a la red. Estoy deseando que publiquen lo suyo. Mientras tanto, me seguiré dejando los ojos pegados a la pantalla.