Me rendí. Finalmente, he tenido que darme por vencida. Anoche, cuando tumbada en la cama, empecé a hojear
La Trilogía de Nueva York, de
Paul Auster, sabía que estaba renunciando para siempre a ese esfuerzo autoimpuesto de terminar todos y cada uno de los libros que caen en mis manos, aunque no los disfrute. Pero, y siguiendo con el hilo del post anterior, ¿de qué sirve una afición, cuando se convierte en una obligación inasumible?
La culpa la ha tenido
La Catedral del Mar, peñazo infumable que no hay por donde coger. ¿A quién se le ocurrió publicar este libro? Estoy por encadenarme a la puerta de la editorial y ponerme en huelga de hambre o algo así. El pobre
Ildefonso Falcones, abogado barcelonés al que se le ven las ganas de ilustrarnos a todos con su sabiduría y su profundo conocimiento de las leyes medievales, no tiene la culpa. El tío no sabe escribir, ¿y qué? Pues que le cierren las puertas de la editorial.
No es ya por el lenguaje ramplón, el vocabulario de primero de la ESO, o la narrativa absolutamente plana y desprovista de toda emoción. No es sólo por la paja mental de Ildefonso, que cada vez que puede nos explica, cual profesor vocacional sin posibilidad de ejercer, las leyes de la época. Tampoco por la incoherencia del texto, que en la página 40, relata la obsesión del protagonista -o por lo que imagino, del padre del protagonista- por conseguir la Carta de Ciudadanía, para librarse de la servidumbre de la tierra y ser un ciudadano libre en Barcelona; mientras en la 80, muestra la sorpresa del mismo personaje al enterarse de que existía un documento llamado "Carta de Ciudadanía". Esa fue mi última página, mi último intento. "Hasta aquí ha podido mi paciencia, no leo una palabra más".
¡Qué va! Si ya lo digo, que Ildefonso no tiene la culpa. Lo que me pregunto es, ¿no hay lectores profesionales encargados de evitar despropósitos como éste? ¿No hay editores capaces de decir "Anda, Ildefonso, dedícate a la abogacía y déjanos en paz"? Que haya mamarrachos por ahí que se creen escritores y con posibilidades de publicar me conduce a un éxtasis borracho de elitismo que siempre he denostado, pero que cada día me parece más necesario. ¡Viva
Prada! Hay que ponerle puertas al campo, o sea, al arte. Es decir, al Arte, que no todo es lo mismo.
Todo esto se habría solucionado sólo con ofrecerle el texto a un redactor profesional, para que trabajara en él durante un mes, sólo un mes, y le diera "una vueltecita", como me dicen algunos a mí. No tiene gran dificultad y me habría librado de este sentimiento de desesperación, no ya porque se haya publicado este libro, sino porque no hago más que preguntarme cómo es posible que haya vendido tanto. ¿Quién fue el primero en recomendar esto?
Ahora no me queda más remedio que agachar la cabeza de nuevo ante el incombustible
Reverte. Que
El Caballero del Jubón Amarillo me pareciera una obrita menor, frente a la intensa
El Sol de Breda, la mejor de la saga por el momento, no significa que el autor esté de capa caída. A pesar del tono folletinesco, que puede llegar a incordiar lo suyo, debo reconocer cuando alguien es capaz de asumir el lenguaje de una época y traerlo a la actualidad con absoluta maestría y grandes dosis de frescura.
Igualito que Ildefonso Falcones. Y por cierto, si yo tuviera ese nombre, no dudaría en titular mi primera novela "Los Halcones de San Ildefonso". ¿Que por qué? Pues porque sí, porque es sonoro. Recursos literarios para justificar ese título, los hay a patadas.
Debo matizar, para quienes creen que quien teclea esto lo hace movida por el prejuicio a los best-sellers o la novela histórica, que procuro leerlo todo con los ojos, y el pensamiento, bien abiertos. Que me pasé las nosecuántas páginas de
Los Pilares de la Tierra, aburridísima novela a la que debe mucho la protagonista de esta entrada, esperando a que llegara esa tan cacareada emoción sin límites que describían quienes me la recomendaron. Que devoré con ansia
El Código Da Vinci, llegando a considerarla un entretenidísimo ejercicio de ficción narrativa, muy por encima de las especulaciones polémicas de carácter religioso, que no son más que una mera excusa. Que creo que la culpa de todo la tiene
El Nombre de la Rosa, título que venero y que es capaz de demostrar que lo comercial no está reñido con la calidad. Y sobre todo, que lo que más me entristece, es que
los buenos escritores, tengan que agarrarse a la red. Estoy deseando que publiquen lo suyo. Mientras tanto, me seguiré dejando los ojos pegados a la pantalla.