9.2.07
Nueva temporada de cine
Mi primera película del año fue el fulgurante estallido de sensabilidad, que no ñoñería, y sensaciones diversas y fluctuantes, preparado como un postre de los de chuparse los dedos, por la hijísima, la Coppolina. Y lo del postre le viene muy al pelo, ya que de ellos había a montón en toda la cinta: dulces llenando la pantalla a base de ritmos ochenteros y neo-ochenteros, fresas con nata y rosa y blanco como colores principales de la casita de la Barbie en que parecía haberse convertido Versalles. ¡I want candy! ¡Plas, plas!
Pija casi por imposición, María Antonieta, dando nombre a la película, se hacía también con todos los planos que podía, encarnada sin mesura pero con encanto por la eterna vampirita Kirsten Dunst. Quienes echan en falta el documental de la BBC en esta coqueta obra de arte, han debido tener dificultades para captar las sutilezas, y los cañonazos, con los que se da a entender que esto no es una película sobre la Revolución Francesa, sino sobre una persona-personaje a quien sitúan como protagonista de una historia que le pillaba muy de lejos. Asistimos a un muestrario de percepciones, sin mayor intención didáctica que poner ante los ojos un punto de vista que nada tiene que ver con la lección de Historia: el punto de vista del que, desde fuera de la realidad, se ve abocado a tomar decisiones sobre ella.
Aquí el amigo Rousseau sale de extra, leído en una de las pseudotertulias de la reina con sus amigas. No está mal el rollo intelectualoide de la protagonista. Quizá tuviera inquietudes en este sentido, pero ninguna capacidad para ponerlas en práctica, por lo que se ve, al menos en lo que se refiere a medidas sociales porque la sociedad no existía en la película, y por ende, en su vida.
Eso sí, hartita como debía estar de llevar esos vestidos tan incomodísimos, y esos peinados que seguramente costaría mucho desenredar, María Antonieta se decidió a buscar una pureza física, anímica y emocional, similar a su idea de lo que debía ser el hombre rousseaoniano, en su Petit Trianon. En estas secuencias, vemos como se reconstruye un modo de vida bucólico de la reina con sus hijos, con sus amigos, con las gallinas, con la ovejita de norit... En fin, un nuevo paseo entre algodones para caer en lo que todos sabíamos, pero nadie verá al final. Una muerte que le ha tocado en suerte, como la vida, que también fue obra de la lotería.
Donde si entra en juego con rotundidad el mito del buen salvaje es en Apocalypto. Desconfiaba por venir anunciada de la mano de Turismo de México. Pero como narración audiovisual no está mal, con mucho ritmo, intensidad, tensión, emoción... Una pasada para los amantes del cine de acción que no necesita caer en los tópicos de las explosiones, fuegos artificiales y trucos de magia.
Eso sí, a Mel, se le ve el plumero. Aquí viene a decir que éramos todos felices hasta que llegó la civilización. En la mítica aldea maya del protagonista, todo es tan bucólico como en el Petit Trianon de la reina sin cabeza. Hay amor, cariño fraterno, respeto por los mayores, sabiduría antigua heredada de generación en generación... Pero resulta que vienen los malos, los de la capital, a conquistarles. Sin mediar palabra, lo arrasan todo y se los llevan como esclavos. Y claro, llegar a la ciudad es ver la decadencia, la corrupción. Cosas de las estructuras sociales y económicas, supongo. A partir de ahí, todo es escapar para el protagonista, Garra de Jaguar, que, como buen héroe de acción, no muere ni enterrándolo en cal viva.
Al final se libra de todos los malos, que daban auténtico miedo -¡qué bueno es ver actores desconocidos trabajando tan bien!-, y rescata a la chica. Como buen héroe de acción.
Lo curioso es que todo había empezado con un mal presagio. Claro, viendo la cinta, es lógico pensar que el mal presagio era la cercanía de esa civilización a punto de destruir de un torpe manotazo sus tranquilas vidas. Pero los malos mueren, el héroe escapa y el mal presagio continúa. Entonces, el espectador podrá ver aparecer en el horizonte las naves españolas y descubrirá el mensaje final de la película: ¡los malos somos nosotros! Los malos, somos todos. ¡Si es que no se puede vivir en sociedad!
15.11.06
¿Qué diría Moneypenny?

Mal
No es que sea muy aficionada a la saga de películas de James Bond. Es más, diría que no he podido terminar de ver ninguna, de puro aburrimiento. Pero el agente 007 se ha convertido en un icono cultural del calibre de la mismísima Marilyn que serigrafió Andy Warhol, por lo que, no sólo me voy a permitir opinar sobre el actor que han elegido para encarnar al personaje en la última entrega de esta serie, sino que me atrevería a solicitar su declaración como Patrimonio de la Humanidad.
Tampoco soy una purista. Es decir, no me quedo exclusivamente con el Bond que materializó en los inicios el escocés-con-faldita-a-cuadros Sean Connery. Muy al contrario, aprecio como positivas las aportaciones de los diversos James Bond de la historia del cine, excepción hecha del cara-plástico Timothy Dalton, al que sólo le faltaba el brillito en el diente. El más reciente, Pierce Brosnan, aka Remington Steel, dejaba sin embargo buen sabor de boca, quizá porque recordaba a ese mítico personaje de serie ochentera, que salía indemne de cualquier aventura, sin siquiera despeinarse, y con más guasa y salero que auténtico cuajo frente a los malos.
Pero la elección de este botarate con cara de gañán, conocido como Daniel Craig, ha sido sin duda desafortunada. ¿Qué hacía especial a James Bond? Pues eso, que no se despeinaba. Que sabía mantener la calma frente a cualquier situación sin alarmarse, con la capacidad de urdir, en momentos de auténtico peligro, un plan brillante, sutil e imaginativo, que le permitiera salir airoso, con el menor esfuerzo. Y también, a qué negarlo, una sexualidad implícita -indirecta diría Hitchcock-, donde lo que se oculta es más atractivo que lo que se muestra: el arte de la sugerencia.
Bond ha sido siempre una especie de Odiseo moderno, cuyo recurso principal es la astucia, en lugar de la fuerza, con la diferencia de que, en lugar de trabajar incansable para volver a su Ítaca, el inglés trabajaba al servicio de Su Majestad. Y mientras, cepillándose a las Circes que iba encontrando por el camino: esas malísimas magas, infiltradas siempre del bando contrario, que caían rendidas a los pies del moreno y gallardo enemigo.
Todo aquello se ha perdido con Daniel Craig y el resto de artífices de Casino Royale. Aquí Bond no es más que un matón brutote, un héroe de acción como otro cualquiera, que recuerda terriblemente al gobernador de California en sus buenos tiempos. Un tío que, empapado y a contraluz, emerge de las brillantes aguas del mar, colocándose el paquete.
Asimilar al siempre elegante James Bond a cualquier personaje de acción pega-puñetazos de cualquier película americana no es una forma de revitalizar al personaje: es una estrategia que evidencia el natural desgaste después de tantos años. ¿Qué más daba Daniel Craig que Bruce Willis? Casi habría sido más interesante ver cómo este último se metía en la piel del agente británico, puestos a pedir metamorfosis extravagantes. Así, además, habríamos podido rememorar con él otra de aquellas series míticas de los ochenta.
Dado que, batacazos como éste demuestran que la serie toca a su fin, yo propondría una última película que, en lugar de seguir narrando las aventuras del personaje, culminara con su muerte. Y no me refiero a una muerte violenta a manos de un malo malísimo, porque eso acabaría con el mito. No, yo veo a un James Bond anciano, en una casita preciosa, que dedica sus últimos días a regar las plantas de su jardín y pasear al perro. Un James Bond que, mientras lee el periódico esperando a que esté listo su té, cae fulminado, simplemente, porque su corazón está cansado de bombear sangre. Un James Bond mayor que, puestos a pedir, podría encarnar de nuevo el propio Connery, que ya está en edad.
11.9.06
Y por fin, la belleza
Y en Alatriste, la belleza está. O así se presenta ante mis bienintencionados ojos. Lo que me gusta de la película:
- Alatriste en sí mismo, por su orgullo mudo; su altivez mesurada o desmesurada, según el caso; su gesto digno; su honradez para consigo; su aire de fanfarrón venido a menos; su pose torera; su voz aguardentosa; su aliento de borracho; sus manos cansadas de amar y de matar. Porque era un hombre de verdad y no un retrato idealizado. Porque las circunstancias le habían hecho un cabrón, y no la voluntad. Porque hacía lo único que sabía y podía: sobrevivir matando.
- La luz de Madrid, de Sevilla, de Cádiz... La luz de los palacios y las chabolas. Por ser dorada y brillante o lechosa y fría, según sople el viento.
- La pincelada suelta, capaz de captar una mota de polvo en el aire quieto, del que iluminó la escena en que Alatriste duerme... Y despierta.
- La gota del lienzo del Aguador de Sevilla, de Velázquez. Y cómo fascina a Alatriste.
- La Capilla del Salvador, en Úbeda.
- "¡Y tú que sabes!"- que le espeta el protagonista a María de Castro, cuando ésta le dice que no está enamorado de ella. Por lo que dijo y cómo lo dijo.
- El collar que debía ser para María de Castro.
- La secuencia en el hospital de sifilíticas. Porque me hizo llorar, y a Alatriste también.
- Angélica de Alquézar tomando en mitad de unas escaleras la decisión más importante de su vida.
- Las tijeras que Angélica clava en el muslo de Íñigo, porque amor y dolor van de la mano.
- El reencuentro en la playa de Alatriste e Íñigo tras su liberación, porque vi a un padre perdonando los errores de su hijo.
- La breve escena de taberna del comienzo y lo que podría haber sido si a Quevedo, el todopoderoso guionista le hubiera dejado decir aquello de: "No queda sino batirse".
- Alatriste, recitando a Olivares un poema de miserias sobre el "sol negro" de Flandes.
- Las sombras y el triste augurio que envuelve la secuencia del claustro desde el comienzo. Las palabras que cruzan Saldaña y Alatriste después de haber intentado matarse.
- Las brumas de Flandes en la primera secuencia. El frío y la humedad calando los huesos. La tiritera de Guadalmedina y el pañuelo en la boca. No saber por dónde puede aparecer tu asesino. Angustia, miedo y resolución.
- La lluvia de Flandes, años después. Porque Íñigo ya estaba allí, porque todo era distinto. Porque Alatriste y él habían cambiado. Y porque la lluvia no perdonaba a nadie.
- El fiel Copons, por la honestidad del personaje y porque Eduard Fernández lo clava.
- El destello de genialidad de Dechent interpretando a la víbora malhablada, traicionera, nauseabunda, pero guasona y compañera, al fin y al cabo, que era Garrote.
- Ver que la muerte es sucia y barata.
- Quevedo. Echanove, ya no sé quién es.
- Javier Cámara, que me convenció de que era Olivares.
- La batalla de Rocroi, porque lejos de las gestas espectaculares de cartón piedra, al estilo Braveheart, aquí no se hinchan las virtudes de un ejército que está perdiendo, pero sí se refleja un valor que escasea: lo que hacen cuatro gatos -españoles- que quedan vivos después de una masacre, cuando le ofrecen una rendición. Apretar los dientes y seguir.
- La marcha de Semana Santa que domina el final de esta secuencia, porque conmueve asociar ese sentir del patetismo de la Semana Santa; a la entrega a una muerte segura por un ideal. Y también por las connotaciones que luego he sabido que tiene el hecho de que la haya interpretado el Regimiento Soria 9.
Y más cosas, que seguramente se desvelarían en un segundo visionado. Éstos que escribo son sólo los recuerdos más impactantes que conservo, diez días después de haber visto la película.
8.9.06
Primero, las malas noticias
- Que la película parezca un puzzle donde faltan piezas.
- Que algunos planos digan mucho, mientras otros dicen muy poco.
- Que las secuencias que tienen mucho que decir, se sucedan rápidamente y queden mal resueltas; mientras las que apenas dicen nada, acaparen una atención y una duración que las hace innecesarias y las convierte en aburridas.
- Que haya silencios incómodos, no entre los diálogos de los personajes, sino en mitad de ningún sitio, donde parece que falta la música.
- Que haya bruscos cambios de ritmo, no buscados, sino por ineficacia del montaje (o del guión).
- Que haya secuencias largas y aburridas que, además de no contar nada, ni siquiera tengan interés estético.
- Que haya un exceso de rotulación para tapar una evidente incapacidad para hacer elipsis temporales con el único uso del lenguaje cinematográfico.
- Que los planos de ambiente exterior de las ciudades sean tan escasos y, cuando los hay, tan cortos que apenas se vea nada.
- Que el trasfondo social y político de una época "engulla" a los personajes de la historia.
- Que no haya historia.
- Que los diálogos empleen un lenguaje propio de anteayer, en lugar de parecer sacados del siglo XVII.
- La secuencia del teatro, porque no se muestra un corral de comedias del siglo XVII, sino un teatro de hoy; porque es demasiado larga para no decir nada; porque no interesa; y porque Ariadna Gil está mediocre, sosa, lacia y sin gracia.
- La secuencia de las ovejas en el callejón, porque en ella, Malatesta y Alatriste pusieron las mismas caras que los jugadores de la selección española de fútbol cuando suena el himno.
- La batalla de Rocroi, que se echa a perder cuando los soldados españoles que van a parlamentar con los franceses no parecen moribundos, sino borrachos, provocando carcajada general.
- El asalto al barco holandés, porque parece rodado en plató y porque el fragmento de cubierta que se ve parece una pista de baile.
- La cacería, porque el ciervo parece rescatado de un documental de Félix Rodríguez de la Fuente y porque no me creo que un montaraz tan experimentado, soldado viejo y viejo zorro, sea tan torpe como para pisar una ramita y espantar al animal.
- El personaje de Íñigo, porque se dedica a dar bandazos de un lado a otro, sin llegar a ser nada concreto.
- El desnudo de Elena Anaya, porque para mostrar escenas de sexo, tendrían que haber desnudado también a Unax Ugalde. Si no, no tiene gracia.
- Las idas y venidas de Alatriste por el despacho de Olivares como si fuera Pedro por su casa.
- Algunos temas de la banda sonora, porque me recuerdan a otros. El de la guitarra, al Concierto de Aranjuez. El que, en mi subconsciente, he titulado como "el tema del deseo", que suena siempre sobre el rostro impávido de Elena Anaya, porque me recuerda demasiado a la Muerte de Isolda, en el Tristán e Isolda de Wagner y, al mismo tiempo, a la "versión" que ya hizo en su momento Bernard Herrmann para el Vértigo de Hitchcock sobre el mismo tema.
- Y por fin, no me gusta el no haber sido capaz de descubrir qué secuencia se rodó en Sevilla.
Las buenas noticias, más adelante.
7.9.06
¡Oh, capitán, mi capitán!

Salvando la crítica en medios tradicionales, que ha proferido un vergonzoso y sonrojante, pero unánime aplauso; la del boca a boca, la de los blogs, que es la que ha empezado a mover el mundo mediático, también ha sido casi unánime, pero en sentido contrario. No voy a enlazar páginas, por no dar prioridad a unas sobre otras, pero lo que se puede leer en ellas viene a ser más o menos lo mismo: "lo que pudo ser y no fue", "quien mucho abarca, poco aprieta", "una oportunidad desaprovechada", etc.
Así que, ya sabemos que el problema de la película es de guión. Poca estructura, mucha tijera, personajes sin definir e historias sin hilvanar. Pero, ¿qué más?
Dado que la crítica objetiva ya está hecha, y muy bien hecha, por otros; mi aportación sólo puede ser subjetiva. Y sin más ambición que dar a conocer mi opinión personal -no seré yo quien condene a Díaz-Yanes-, me dispongo a relatar en una lista desordenada lo que me gusta, lo que no me gusta y lo que me hubiera gustado de la película.
En las próximas entregas de "Con la Mirada Perdida"...
12.8.06
Piratas del Caribe

En este ejemplo del cine de aventuras más clásico, el viciosillo Errol Flynn crea uno de sus personajes más carismáticos, el del pirata bueno -honrado, valiente, mil veces íntegro, justiciero y hábil en el manejo de la espada-, años antes de deleitarnos con la colorista Robin de los Bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938), La Carga de la Brigada Ligera (The Charge of the Light Brigade, 1936) o la mítica Murieron con las botas puestas (They Died with Their Boots On, 1941). Un personaje cuyos valores reproduce con tesón a lo largo de su filmografía y que sería determinante en la génesis del héroe americano de toda la vida.
En los últimos años, con la resurrección del género de aventuras, también hemos asistido al regreso de su fantasma hecho carne en el guapito de cara de turno, Orlando Bloom, con el mismo peinado y todo. Orlando ya copió a Errol en Piratas del Caribe: la Maldición de la Perla Negra (Pirates of the Caribbean: The curse of the Black Pearl, 2003), pero es ahora, en Piratas del Caribe: el Cofre del Hombre Muerto (Pirates of the Caribbean: Dead Man's Chest, 2006), cuando se le ve del todo la pluma y el plumero, descolgándose con el mismo estilo -daga en mano- por el velamen del barco y representando a un personaje que ya no tiene cabida en el cine de hoy.
Hasta el Motín en la Bounty (Mutiny on the Bounty, 1962), las películas donde el mar y el barco eran tan protagonistas como los hombres habían sido siempre películas de hombres: es decir, machismo en estado puro, de las que son capaces de exasperar incluso a las que nos declaramos en contra del feminismo radical, en el mejor de los casos; y de aburrirnos mortalmente, en el peor. En ellas, frecuentemente, se habla de estereotipos humanos y valores inútiles que no nos interesan; las batallitas, en las que se basa el ritmo del conjunto, son coreografiadas y cortadas por el mismo patrón; y las protagonistas femeninas quedan relegadas a un incómodo segundo plano, donde todo lo que hacen es esperar a ser rescatadas removiéndose en uno de esos vestidos imposibles de llevar.
Últimamente se han ido cambiando las tornas, con desastrosos ejemplos donde la mujer no sólo ha dejado de ser pasiva sino que, por contraposición y en un movimiento pendular excesivo, se ha convertido, misteriosamente... ¡en un hombre de acción! Y para ello, véase La Isla de las Cabezas Cortadas (Cutthroat Island, 1995).
El papel de la mujer en el cine se ha ido adaptando a los cambios de mentalidad de los últimos años y así, ha recuperado su dignidad pérdida como mujer, adquiriendo una nueva dignidad nunca antes reconocida como "mujer de acción". Y ésto, precisamente, es lo que personalmente me atrevería a salvar de esta entrega, que por cierto no será la última, de la saga Piratas del Caribe. Se ve que no hay dos sin tres...
Ante un "Capitán" Jack Sparrow muy decadente, que se ha convertido en una caricatura de sí mismo -cuando ya él mismo no era más que una caricatura-; es decir, en un ridículo y cobarde Rey del Escaqueo. Y ante un Will Turner, aka Errol Flynn, anclado en 1935, cegado por la palabra "honor" y con grandes dificultades para descubrir los claroscuros del alma humana. Es la enclenque pero hermosa Elizabeth Swann -¿por qué es el único personaje que no tiene página propia?-, la que demuestra que los tiene tan bien puestos como mi admirada Eowyn; la única que sabe lo que quiere -véase el detalle de la brújula mágica- y que va a por ello sin dudarlo, sin escatimar en ingenio para conseguirlo y con la suficiente picardía como para no dejarse engañar por las apariencias.
Supongo que estos detalles en la caracterización del personaje han sido genialmente ideados por los guionistas para que las mujeres que vamos a ver la película no terminemos demasiado aburridas como para negarnos a ver la tercera parte. Y es que el "Capitán" ya ha perdido toda la chispa de la primera parte: ni sorprende, ni divierte, ni hace reír. El exceso de fantasía sin ton ni son ha engullido las posibilidades dramáticas hasta hacer de la película un engendro para niños. Y no es que ahora resulte poco creíble; es que, incluso para alguien que acepta ya de antemano que se trata de un cine de fantasía desbordante, carece de interés y de gracia. Salvo cuatro chistes flojos y la posibilidad de carcajearte con el doblaje del malo malísimo que ni impone ni da miedo -al contrario que su antecesor- y que es imposible dejar de comparar con Arévalo, la diversión brilla por su ausencia.
A estas alturas nadie me va a vender los fuegos artificiales, también conocidos como efectos especiales y tal, como excusa para ver una película. Y si la comicidad se desinfla... ¿Qué motivo me queda para esperar otros tres años a ver la tercera parte de Piratas del Caribe?
Veredicto: aburrida, floja, prescindible. Ni Johnny Deep merece la pena, ni siquiera cuando está a punto de ser engullido por un bicho descomunal, construyendo una imagen que no deja de recordarme al enfrentamiento entre Gandalf y el Balrog. Paralelismos por todas partes y demasiados barroquismos monstruosos para ocultar una grave carencia de ideas originales.
25.7.06
Escopofilia
Esta atracción es limpia, vouyeurista, pero limpia. Y lo es porque nos sucede a todos, lo que termina normalizándola, nos guste la idea o no. Es uno de los motivos más frecuentes para ir al cine, o para encender la tele. Las demás razones, son de cada uno, pero habitualmente consisten en el aburrimiento, la monotonía, el tedio o la necesidad de llenar un espacio vacío e íntimo, con la plenitud de una gran mentira.
La escopofilia, mal que les pese a los malpensados, no entiende de sexos. Y es que mujeres y hombres nos sentimos atraídos por mujeres y hombres de la gran pantalla: ellas quieren ser como ellas; ellos quieren ser como ellos; ellas se sienten satisfechas -fabulosas- de verse tan definida e idealizadamente reflejadas; ellos no son menos y se sonríen al descubrir alguno de sus defectos en el disfraz de persona humana que llevan los superhéroes.
Le pasaba a Hitchcock, buscándose sin encontrarse en Cary Grant. Me pasa a mí, anhelando la talla de sujetador de Scarlett Johansson. Pero no se trata sólo del deseo que provoca una persona que podría ser nuestro yo mejorado. Hay escenas y personajes en la historia del cine que son memorables y basta. Se quedan grabados en nuestra memoria y, aunque sepamos el por qué, no nos importa: nos deleitarán siempre. Hay rostros que son hermosos por sí mismos, o porque quien los ha dirigido, ha sabido crear una obra de arte con ellos. Y es que la escopofilia no es más que la explicación -o la aplicación cinematográfica- de un concepto de placer estético que se puede rastrear a lo largo de toda la historia del arte, en todas las artes y en todos los géneros. La capacidad de disfrutar contemplando la belleza recreada de algo que no es real.
Para mi se quedan las antiheroínas, aquellas que juraban no volver a pasar hambre bajo un cielo teñido de rojo; o las víctimas-verdugos en forma de fantasma del pasado recortadas sobre un espectral fondo verde; o las mujeres fatales que esconden un cuadro psicológico grave de dependencia emocional.
Para mi se quedan los antihéroes, capaces de llorar por amor mientras se muerden las uñas de una mano que sostiene una rosa; los psicópatas redimidos; los psicópatas que no se quieren redimir; los que esconden sus virtudes bajo un halo de misterio o de torpeza; y los siempre impecables, sea en el personaje que sea, con lo que tenemos que volver sin remedio al inefable Cary Grant.
Pero quizá los casos más llamativos de fascinación por las imágenes del cine se encuentran en aquellas que asociamos a otras imágenes de nuestra vida cotidiana. Ese "me recuerda a..."

Y eso es lo que me pasa con ese Vittorio Gassman de Riso Amaro (1948).
¿Cuáles son vuestros iconos?
8.5.06
Parecido Razonable III


Me di cuenta al ver "May, ¿quieres ser mi amigo?". Una fantástica película que, en contra de lo que aparenta, no es de terror. Y sin embargo, da escalofríos. Poética y recomendable a más no poder.
Parecido Razonable II
Parecido razonable
6.3.06
Amores de Mar

Hay amores engañosos, que se ocultan en balsas pacíficas y mueren con las últimas luces del verano. Pero como el mar, no por ocultarse dejan de existir. Y su intensidad y potencia -latentes, perdidas, olvidadas- se desatan de nuevo con el primer viento del Norte.
Hay amores infinitos, como el horizonte azul, que duran una vida y más.
Y hay amores que, como el mar inmenso, devuelven a los corazones la fe en aquello que la razón no puede creer. Hay amores que, como el mar inmenso, infunden un pánico inexplicable. Hay amores que, como el mar inmenso, están tan próximos al absoluto, que hacen daño.
Y todo esto no pretendía ser más que una introducción para hablar de la, en ocasiones banal, Brokeback Mountain. Se quedó sin Oscar a la Mejor Película, en mi opinión merecidamente. Buen trabajo de los actores. Paisajes inalcanzables, por su capacidad de desbordar la pasión. Paisajes conmovedores. Un ritmo adecuado. Una historia que, inteligentemente, no pone el énfasis en los prejuicios de la sociedad en que viven los amantes, sino en el prejuicio de los propios amantes que, asociado al vértigo, al pánico del mar inmenso, les bloquea hasta impedir para siempre lo que habría podido ser una existencia plena y feliz. Pero ellos, cobardes, decidieron quedarse con el vaivén del mar.
25.10.05
La insignificancia del ser humano ante si mismo

No me salen las palabras. Ver "Il Postino" es ver uno de esos cuadros de Friedrich, con figuras que se reconocen como humanas por actitudes de un temor absorto y una melancolia que solo pueden ser humanas: figuras minusculas, insignificantes ante el paisaje sin medida.
De "Il Postino", al final, solo queda el brillo de las estrellas en el cielo y el ronroneo constante del mar, demasiado bellos para ser recreados por la poesia; demasiado grandes para enjaularlos en la sinfonia siempre incompleta, inexacta, de las palabras.
Pero ademas de eso, "Il Postino" grita alta y clara una verdad de las relaciones humanas que quiza por evidente, en ocasiones se olvida: la subjetividad, el punto de vista.
A veces una persona irrumpe en una vida tranquila y monotona y la vuelve del reves, dejandole el corazon al sujeto de la accion -o del sentimiento- en carne viva; pervirtiendo sus emocines; forzando un cambio en el pensamiento y en el "ser". Y a veces , esa persona que irrumpe, haciendo saltar por los aires los cimientos de una vida tranquila y monotona, ni siquiera es consciente de ello o, al menos, no de la gravedad del asunto; del estado de absoluto desamparo emocional en que queda el sujeto de la accion o el sentimiento. Esa persona que mira desde lo alto y, desde su omnipotencia sobre nuestras emociones, nos sabe fragiles y nos sonrie con piedad, o nos pone una mano en el hombro con compasion.
Y no hace falta que esa persona sea Pablo Neruda. Puede ser un amigo muy querido, pero que nunca llama; o ese amor perdido por el que estuvimos suspirando durante anyos hasta que se apago en el olvido.
Y en realidad, la culpa no es de ninguno de ellos, sino de ese ser humano que se mira dentro y ve el vacio; y cree encontrar fuera el infinito: esa persona insignificante para si misma.
31.7.05
La Guerra de los Mundos

¡Vaya bodrio me tragué la otra noche! Desde la primera secuencia, con ese locutor de radio de los años 50, quizá en un malogrado intento de homenajear a Orson Welles, que trata de explicar los evidentes motivos por los que una especie extraterrestre se decidiría a invadir y conquistar nuestro planeta -¡qué mala es la envidia!- hasta la solución final para salir del paso en que los bichos del espacio exterior se ponen malitos.
La película es mala de verdad, aburre. Se resumiría así: los extraterrestres nos invaden, aparecen en una ciudad, los matan a todos, pero Tom Cruise y sus hijos consiguen escapar en el último momento; aparecen en otra ciudad, los matan a todos, pero Tom Cruise y sus hijos consiguen escapar en el último momento; aparecen en otra ciudad... Y así sucesivamente, hasta que los extraterrestres enferman: las bacterias son infinitamente más poderosas que nosotros.
No voy a alabar la espectacularidad de las imágenes donde los malos destruyen el mundo porque no me parecieron tan espectaculares. Más bien al contrario, muchas parecían sacadas de estas pelis de serie B de mediados del siglo pasado, tipo "El ataque de las arañas mutantes". Quizá es otro homenaje, qué se yo. Ridículo de todos modos.
Quitando eso, la película tiene dos planos bonitos: aquel en que los tendederos llenos de ropa están a punto de salir volando, antes de que nadie sepa aún lo que está ocurriendo; y el de la iglesia, cuando es desmantelada por un trípode, que la corta como si fuera mantequilla y consigue que se deslice, obteniendo el consiguiente efecto de "luz a través del rosetón". Casi una experiencia religiosa.
Hablando de trípodes, tremendo nombre para las máquinas de guerra de los extraterrestres. Yo pensaba que era el lugar donde se ponía la cámara.
Otro punto positivo -¿el único?- es el fiel retrato del analfabetismo de la clase media estadounidense, muy logrado. Se refleja con toda la naturalidad del mundo la necesidad obsesiva que tienen algunos de los habitantes de ese país de salvar al mundo; una voluntad que, siendo por fin justos y fieles a la realidad, se revela completamente inútil. Memorable la escena en que los amigos de Tom discuten sobre la naturaleza de los acontecimientos, antes de caer fulminados por sendos trípodes; o el linchamiento al único coche que funcionaba sobre la faz de la tierra en ese momento y que, casualmente, era para Tom. Esas imágenes no muestran lo peor de los americanos sino, debemos reconocerlo, lo peor de la especie humana: el egoísmo llevado al extremo en momentos críticos. Así ocurre.
Para terminar, decir que la niña es la mejor actriz de la película, aunque su personaje sea repelente; su madre, Eowyn, está correcta, pero desaprovechada; Tim Robbins, fantástico, el único giro sorprendente en toda la cinta, un personaje que llega a dar más miedo que los propios trípodes; y Tom Cruise, patético. No sé si es que ha sido tan mal actor siempre, o sólo desde que es cienciólogo, pero recuerdo un personaje que me cautivó y que ahora no puedo imaginarme con otra cara que no sea la suya: el fascinante Lestat.
25.7.05
Con permiso de don Arturo...
Viggo, el capitán
Conocí a Viggo Mortensenen un restaurante de El Escorial: un danés rubio y flaco, callado, de aire tímido, que hablaba un excelente español con acento argentino. Iba a interpretar al capitán Alatriste, pero yo sabía poco de él. Lo había visto en algunas películas y recordaba sobre todo sus ojos claros, su mirada de hielo mientras atormentaba a Demi Moore en La teniente O’Neil. Me gustaba su careto flaco y duro, su talento como actor, su interés por el personaje y el proyecto. Durante aquella comida hablamos de fotografía, de literatura y de España. Dos días más tarde vino a mi casa, y mientras tomábamos café rodeados de libros relacionados con la época y el personaje, me regaló varias cosas editadas por él, entre ellas un magnífico álbum de fotografías suyas sobre caballos. En correspondencia, le di un tratado de equitación del siglo XVIII.
No nos vimos mucho durante la intensa preparación de la película, y sólo en tres ocasiones durante los largos meses de rodaje. Me llamó alguna vez para comentar aspectos del personaje y de la historia, como el lugar de nacimiento de Alatriste. Nunca lo detallé en ninguna de las cinco novelas publicadas hasta ahora, pero a Viggo le interesaba el dato. La vieja Castilla, respondí. ¿Puede ser León?, preguntó tras pensarlo mucho. Puede, respondí. Así que se fue a León y lo pateó de punta a punta, deteniéndose en cada pueblo, en cada bar, hablando con quien se le puso delante. En efecto, concluyó al fin, Alatriste es leonés. Y lo dijo tan convencido que a estas alturas ni yo mismo cuestiono ya el asunto. De ese modo, viajando, leyendo, mirando, Viggo se llenó de España; de nuestra historia, de la luz y la sombra que nos hicieron como somos. Y así, en un proceso asombroso de asimilación, terminó haciéndose español hasta la médula: lo estudió todo, trabajó hasta perder el acento argentino, y hasta frecuentó a toreros para aprender ciertas maneras, cierto sentido de respeto por el enemigo, cierta actitud de resignado estoicismo ante la vida y ante la muerte.
Hace unos días estuve en la llanura de Uclés, convertida cinematográficamente en el campo de batalla de Rocroi: allí donde, en 1643, los temibles tercios españoles fueros destrozados por la artillería y la caballería francesas. Se rodaba la secuencia final de la película, porque en Rocroi, en el último cuadro formado por los veteranos del tercio viejo de Cartagena, termina la historia del capitán Alatriste. Estuve detrás de las cámaras, espectador privilegiado, viendo a un centenar de jinetes cargar una y otra vez contra la fiel infantería española, y a Viggo en primera línea, cabeza descubierta y espada en mano, vendiendo cara su piel y la de sus camaradas. Se cree de verdad que es Diego Alatriste, me comentó el director, Agustín Díaz-Yanes, entre toma y toma. Los actores son todos unos tíos raros, añadió, pero éste es un caso especial. Lo cree por completo. Se ha metido tan dentro del personaje que parece más español que nadie. Observa esa desesperación y esa mala leche. Hasta los días en los que no tiene que rodar, se viste y se queda aparte, con su espada entre las manos, pensando. Y así está, el cabrón. Inmenso. Que se sale.
Después, en una pausa del rodaje, estreché la mano de Viggo, manchada de sangre cinematográfica. Charlamos un rato y nos fuimos a comer bajo la carpa que nos protegía del sol, mientras yo observaba su mostacho soldadesco, sus cicatrices, el coleto cubierto de polvo y sangre, los ojos claros y absortos que miraban como sólo miran los veteranos, más allá de la vida y de la muerte. No era un actor, pensé de pronto. Era la imagen rigurosa del héroe cansado. El resumen vivo de todos aquellos hombres arrogantes, valientes, crueles, que sostuvieron con su espada y con su sangre un imperio agonizante, y luego, olvidados por reyes imbéciles y por una patria ingrata y miserable, terminaron como perros callejeros, mendigos, enfermos, mutilados, ahorcados por la justicia o acuchillados en un campo de batalla. Y allí, sentado bajo la carpa frente a mi personaje, cada uno con su gazpacho, su merluza y su agua mineral en la bandeja del catering, comprendí que nunca podré pagarle a Viggo Mortensen la deuda que durante esta larga y compleja aventura cinematográfica contraje con él. Por encarnar con perfección absoluta lo que Sebastián Copons, fiel compañero de Alatriste, le dice al joven Íñigo Balboa antes de la última carga de la caballería enemiga: «Si sales de ésta, cuenta lo que fuimos».
¡Qué ganas tengo de verla!
Batman Begins

Lenguajes hermanos, pero no gemelos, el cómic y el cine llevan muchos años lanzándose puyas, tantos como dándose palmaditas en la espalda. Debe ser cuestión de gustos, pero el mío me indica que es preferible que cada lenguaje se mantenga fiel a sí mismo y que las adaptaciones no se conviertan en "restauraciones en estilo", a lo Viollet-le-Duc.
El teórico frances se inventaba catedrales donde ya sólo existían piedras llenas de moho y telarañas; y lo hacía después de haber leído muchos cómics, es decir, después de haber estudiado a fondo las entrañas, las historias, las formas y los por qués de las catedrales góticas que aún quedaban en pie en su patria. Así se inventó un nuevo estilo, su estilo, un pastiche chauvinista nada fiel a la Historia, donde la arquitectura se convirtió en una serie de florituras que respondían a tics copiados de la memoria constructiva francesa.
Algo así ocurre cuando alguien que ha leído muchos cómics o que es fan de un superhéroe se decide a hacer una película sobre el objeto de su admiración: tics y más tics. Para la historia, el histrionismo hasta la exasperación del Hulk cinematográfico, no tanto del actor -fantástico Eric Bana en Troya-, como del lenguaje audiovisual que se plegó sin recato ante la ilusión de hacer un cómic en movimiento. Para la historia, pero de lo peor del cine, aquella separación en viñetas de los planos.
Tim Burton también sería muy fiel a la estética cómic en sus populares adaptaciones, las primeras de la saga; pero es que aquel estilo esperpéntico-gótico, heredado del expresionismo alemán, iba a constituir la esencia de la imagen habitual de sus películas. Así que aquellos Batman le sirvieron para autoafirmarse. Sin embargo, que los lenguajes sean más o menos coincidentes en su estética no garantiza un resultado de calidad. En este caso, quizá se deba a la más que discutible entidad de los personajes o quizá a la incapacidad de los actores a la hora de hacerlos creíbles: a Michael Keaton lo tengo asociado a películas estúpidas; luego está la mujer-florero Basinger; y para terminar de fastidiarlo, el malo-que-da-risa Nicholson. De las siguientes entregas del Hombre-Murciélago, mejor no hablar.
En Batman Begins, el cine vuelve a ser protagonista por encima del cómic. Su estética destaca por la sobriedad y su discurso, por el equilibrio. Los continuos flashbacks no distraen al espectador, sino que explican y dan entidad al personaje, que se quita la máscara de bufón impuesta por las películas anteriores, para recuperar su pátina de clásico del cómic. Los recuerdos de la infancia hicieron al hombre; los de juventud, al superhéroe.
En una época en que se recuperan los clásicos del cine oriental -Kurosawa, Mizoguchi...- y las nuevas propuestas se convierten en superproducciones galardonadas -Tigre y Dragón, Hero...-; en una época en que empezamos a profundizar en los valores de las culturas nipona y china, en sus costumbres y su arte, es más fácil entender un Batman ninja, entrenado en las artes marciales -lo que explica sus supuestos superpoderes, que no son tales- y que ha integrado a su personalidad, a través del aprendizaje de sus maestros, los valores de sacrificio, honor y respeto.
Este Batman es de carne y hueso, es un personaje real en unas circunstancias reales; pero también es un hombre que estuvo dominado por su miedo y por sus traumas, y que consiguió superarse a sí mismo.
Sobrecoge una ciudad de Gotham tan auténtica, tan próxima a nosotros que podría ser nuestra propia ciudad, donde las palabras que más resuenan, como un eco que se difunde en el aire, cada vez más potente y metálico, como por obra de un mal amplificador, son desesperanza y desesperación.
Al contrario que el patético y atascadísimo Jim Carrey, entre otros, los malos de Batman Begins dan miedo, más que nada porque son personas normales que, para superar sus traumas, como Batman, se han hecho fuertes creando una imagen de sí mismos capaz de aterrorizar a los demás; la diferencia sólo estriba en el lado de la Justicia en que se sitúan. Sólo el psiquiatra resulta chirriante, pero no debemos olvidar que no es más que un hombre atrapado en la locura de los demás, que terminó por ser su propia locura.
Los grandes temas son los de cualquier buen cómic. Más allá del honor, la traición o los romances artificiosos; aquí todo tiene sentido y circula dando vueltas entorno a una única cuestión: el miedo, que alcanza cotas de surrealismo al final de la cinta. Asociados a él, asuntos como la Justicia, tema estrella, presente en los grandes clásicos del medio; la Lealtad, que resulta ser la carencia más desgarradora, y decepcionante, de la conciencia del malo más malo; los juegos de espejos y las dobles apariencias -"Esta es tu máscara", le dice Rachel a Bruce acariciando su mejilla-; y la ignorancia de la verdad como bálsamo anestésico, es decir, mejor que no sepan.
Los diálogos también recuperan tópicos de cómic para convertir algunas sentencias en estandartes, como aquel "No voy a matarte, pero tampoco tengo por qué salvarte". Pero ejemplos como éste son los menos, y el guión vuelve a brillar por su sobriedad, su moderado realismo y su ingenio, regalando las mejores perlas a los secundarios -maldita categoría para estos actores-, como el mayordomo Michael Caine o el creador de todos los Bats, el ingeniero de la empresa Wayne, Morgan Freeman.
Mención especial para Liam Neeson, que hace un papel que le viene al pelo -desde la Lista de Schindler no le he visto hacer otro-. Y en sentido contrario, mención también para el fantástico Gordon, el camaleónico Gary Oldman, que nunca dejará de sorprenderme, y siempre positivamente. Este hombre también es de carne y hueso.
Bruce Wayne, ahora encarnado por Christian Bale, le saca ventaja a sus antecesores, en gran medida por culpa del guión. Christian le da un traje bonito y muy apropiado al personaje. Lo mejor es que hace ver que el hombre, más que el superhéroe, tiene sangre en las venas.
A pesar de que es, con diferencia, la peor del reparto, el guionista le ha regalado a la sosa Katie Holmes un momento estelar, por brillante y por especial en su significado dentro de la saga: aquel en que establece la proverbial distancia entre justicia y venganza. Sería estupendo que esta escena para el recuerdo quedara en la memoria de todos aquellos que tienen en sus manos el destino de un condenado a muerte. Quizá así el arte recuperaría la función social que nunca tuvo.
El cine de cómic puede convertirse en un género indpendiente al que concurren, aunque no siempre y nunca en la misma proporción, ingredientes del cine de aventuras, el cine de acción y el cine de ciencia-ficción.
Batman Begins consigue aunar todo eso en una amalgama que no compite, sino que complementa, a la esencia de la película: el drama psicológico. Recuérdalo: nada es real, todo ocurre en tu mente.