28.3.06

A través del Espejo


...O a través de la pantalla.


Al mundo de la pequeña Alicia de Lewis Carroll, lejos de la dulcificada versión de Disney, se llegaba por la senda del sueño, de la introspección o del autoanálisis. El camino hacia la fantasía y la imaginación no era un sendero de impolutos adoquines amarillos, con la promesa de un paisaje de reluciente esmeralda de fondo. Ese camino era pedregoso y sucio, lleno de obstáculos... El camino del creador y sus batallas internas.

Y una vez alcanzado ese estado que permitía mirar más allá de la razón, los frescos que pintaba el pensamiento eran ambiguos. No llenos de monstruos, como alertaba Goya, pues los monstruos del aragonés eran los miedos que genera siempre la ignorancia; sino llenos de trampas, de cuerpos lozanos que ocultaban un alma decadente; de figuras geométricas perfectas, que analizadas con detenimiento, resultaban imposibles; de muertos que consumían en éxtasis una vida sin fin; y vivos que desperdiciaban insolentes un instante de aburrimiento. Frescos de miedos y pasiones exaltadas.

En todos los momentos históricos en los que la estética dominante se ha definido como expresionista -desde el Helenismo, al Romanticismo, pasando por el Barroco o la Alta Edad Media-, el arte ha entrado siempre en terrenos que pertenecían a la imaginación; una imaginación desbocada que por su naturaleza debía ser íntima y privada, pero que haciéndose pública permitía al autor compartir, o protagonizar en su buscado endiosamiento, esos momentos de vivencia psicológica y emocional extrema, a través del dolor y el placer, a partes iguales. El recurso imaginativo de aquel que tiene la vida resuelta y no sabe qué hacer con tantos pensamientos abarrotándole la cabeza: el recurso del aburrido, del incauto o del que no encuentra su lugar en el mundo, en un mundo que parece que no va con él, cuando quizá es él quien no va con el mundo.

En estos periodos históricos, el arte no tiene bastante con "re-presentar", volver a presentar, la realidad; rehacerla, siguiendo los objetivos que marca la razón. En estos casos, el arte sirve para "re-vivir" la realidad: se convierte en una realidad paralela, en un modo seguro, cómodo y sin riesgo, de experimentar con mayor intensidad, incluso con violencia, lo que la vida de por sí ofrece, de un modo mucho más mesurado. El arte se convierte en una aséptica herramienta que sirve a los cobardes para vivir al máximo.

En mi opinión, culturalmente no hemos dado muchos más pasos desde las teorías hegelianas. Vivimos en una especie de post-romanticismo constante: un romanticismo descafeinado y desvaído, donde el exceso de creadores onanistas mata las posibilidades de creación verdaderamente interesantes.

Y socialmente, ese post-romanticismo de la experiencia vital, brutal pero segura, puede verse a diario en nuestras adicciones cotidianas. Nuestros entretenimientos -música, literatura, cine... o sencillamente, el fútbol en el caso de otros- sirven para vivir "a través de". ¿Cuándo nos lanzaremos al campo a jugar el partido? ¿Cuándo nos daremos cuenta de que hay vida, más allá de la pantalla?

9.3.06

La Revolución del Post-it

En esta sociedad contemporánea, donde el ordenador se ha convertido en un elemento tan cotidiano como la tostadora -y como la tostadora, lo ponemos en funcionamiento por pura inercia y con las legañas pegadas-, las formas de comunicación han variado notablmente, aunque no su contenido. Los mensajes, las actitudes, y lo que se pretende conseguir con ellos, siguen siendo los mismos.

Llevamos cerca de diez años usando los chats como plazas de pueblo en plenas fiestas, cuando son aprovechadas como improvisadas pistas de baile. Después vinieron los foros, donde ya no resultaba tan arriesgado lanzarse a la arena, ya que jugábamos con la ventaja de estar en nuestro terreno: al fin y al cabo, los foros han sido siempre lugares de encuentro sobre un tema común.

El messenger como evolución del chat hacía más efectiva la comunicación persona a persona, una vez hecha la criba entre la fauna que puebla el ciberespacio, tras una primera toma de contacto. Darle tu messenger a alguien llegó a significar lo mismo que darle tu teléfono al ligue de una noche.

Luego descubrimos que las ventajas de MSN iban mucho más allá. Aquello podía tener más usos: los salidos buscaban una víctima más o menos fácil para sus perversiones varias, eso sí; pero también estaban los desesperados, que buscaban psicólogos; los suicidas, que buscaban una mano presta a cogerles por el cuello de la camisa justo cuando iban a emprender el vuelo desde el balcón; los pseudoautistas, incapaces de comunicarse, que buscaban una vía de escape vital en su enclaustramiento voluntario; los románticos, que no creían tanto en la belleza física, como en la belleza de las palabras... Y por último, y casi como una especie rara, los que eran amigos de toda la vida, simplemente amigos, o los conocidos de trabajo o de estudios, que se intercambiaban las direcciones para recuperar esa amistad olvidada, profundizar una relación incipiente o, sencillamente, para no perder el contacto.

Al final, va a ser este modelo el que triunfe. Y así, los que no están salidos ni desesperados; los que no son suicidas, pseudoautistas o románticos; han ido incorporando el messenger a sus vidas como la forma más eficaz y directa de comunicarse, para decirse las cosas que antes se decían a la cara, ahora con la excusa insalvable de la distancia, cuando ésta supera los dos kilómetros.

Pero también el messenger ha evolucionado, y la capacidad de intercambiar archivos de audio, video o imagen; o la posibilidad de establecer videollamadas o instalar una cámara web; sólo está consiguiendo que se nos inflamen las pistoleras de estar tanto tiempo sentados ante la pantalla.

Capítulo aparte merecen los nuevos modelos de prensa escrita, que no son tan distintos a los tradicionales, más que en su soporte; o lo que se ha venido en llamar "periodismo ciudadano", aquel que llevan a cabo, con pasión y casi con fervor, millones de blogueros en todo el mundo, que andan deseosos de ser leídos -y en este capítulo me incluyo.

Pero lo que confirma, como síntoma preocupante, que nuestra sociedad está enferma de informática, son los pequeños detalles. Hoy he leído en el sobrenombre, que uno de mis contactos utiliza en el messenger, una frase al más puro estilo de las que se solían escribir en los post-it, para luego dejar pegadas a la puerta de la nevera, como mensaje en diferido para un amante poco madrugador: "Cariño, me he llevado las llaves del coche. Tienes los restos del pollo en la nevera, no tienes más que meterlo en el microondas. Esta noche nos vemos. Besos". Y es que si se confirma que el ordenador ha sustituido al tradicional post-it, ya podemos decir que su uso no es que esté normalizado, es que se ha convertido en una adicción malsana y peligrosa.

6.3.06

Amores de Mar

Hay amores que son como el océano, que van y vienen con las mareas; que dependen de las fases de la luna; que se enroscan, a veces, en resguardos de la costa; y otras, la deshacen con violencia, para regresar a la pureza hecha de una línea de agua, sobre una línea de tierra.

Hay amores engañosos, que se ocultan en balsas pacíficas y mueren con las últimas luces del verano. Pero como el mar, no por ocultarse dejan de existir. Y su intensidad y potencia -latentes, perdidas, olvidadas- se desatan de nuevo con el primer viento del Norte.

Hay amores infinitos, como el horizonte azul, que duran una vida y más.

Y hay amores que, como el mar inmenso, devuelven a los corazones la fe en aquello que la razón no puede creer. Hay amores que, como el mar inmenso, infunden un pánico inexplicable. Hay amores que, como el mar inmenso, están tan próximos al absoluto, que hacen daño.

Y todo esto no pretendía ser más que una introducción para hablar de la, en ocasiones banal, Brokeback Mountain. Se quedó sin Oscar a la Mejor Película, en mi opinión merecidamente. Buen trabajo de los actores. Paisajes inalcanzables, por su capacidad de desbordar la pasión. Paisajes conmovedores. Un ritmo adecuado. Una historia que, inteligentemente, no pone el énfasis en los prejuicios de la sociedad en que viven los amantes, sino en el prejuicio de los propios amantes que, asociado al vértigo, al pánico del mar inmenso, les bloquea hasta impedir para siempre lo que habría podido ser una existencia plena y feliz. Pero ellos, cobardes, decidieron quedarse con el vaivén del mar.

5.3.06

Campeones y Camaleones

Cuando tenía alrededor de 11 años, mi padre decidió que era el momento de aprender a escribir a máquina: debía estar preparada para el futuro - un halagüeño futuro, quizá de secretaria o administrativa, con sus deseadas 300 pulaciones al minuto. Así que, siguiendo sus pautas, cambié las teclas del piano de mi hermano, capaz de hacer sonar la música aunque yo no supiera solfear, por hacer pelear mis lánguidos y huesudos deditos contra esas agarrotadas piezas de la olivetti. Así, fui haciendo filas y filas de letras, sin llegar a sentirme nunca capaz de dominar por completo la configuración del teclado qwerty.

Pasó un tiempo, que mi memoria identifica con un par de meses, pero dada la sensación de aburrimiento que me provocaba tal práctica, podían no ser más de dos o tres semanas, y entonces alguien bajó del altillo la olvidada máquina de escribir electrónica. Teclas mucho más ligeras y un corrector propio, que nos evitaba la engorrosa tarea de aplicar aquel socorrido pegote de tipex, a golpe de pincel. Con mi habitual espíritu de lucha y superación y demás, dejé la máquina de escribir aparcada en un rincón al cabo de pocos días.

El ordenador llegó cuando tenía 12 años. Aquel fue un año de cambios: descubrir aquel sistema de ventanas sólo fue uno de ellos. También hubo que renunciar para siempre a mis amados vinilos -en realidad los discos de Mattbianco, Swing Out Sister y la BSO de Dirty Dancing eran propiedad de mi hermano- para adaptarse a aquella pequeña revolución, plateada por una de sus caras; hermosa por sí misma, como una mampara de baño, aunque no tenga hidromasaje. Compramos un amplificador nuevo, que instalamos en nuestro viejo equipo de música de los 70 -con estética setentera incluida- y un reproductor de Cds, que entonces se conocían por su nombre completo, Compact Disc, con las consabidas risotadas de los angloparlantes ante nuestra histórica incapacidad pronunciativa, típicamente hispánica.

Aquel año tuve que aprender muchas cosas. Con el PC me hice pronto: el buscaminas y el solitario de Windows estuvieron dominados casi de inmediato; el Paint llegó a convertirse en uno de mis pasatiempos favoritos, a pesar de la dificultad para crear y mezclar colores -muy al contrario de lo que sucedía ante el lienzo; y la videoconsola, absurdo premio en un concurso de dibujo, fue a parar, tras dos fallidos intentos de uso, al armario de los trastos. Algo similar le ocurrió a mis patines en línea. Los de siempre, con cuatro ruedas, dos a dos, nunca fueron del todo olvidados.

Aquel año fue el año de la Expo, un acontecimiento que llegó a convencerme de que mi ciudad valía la pena -ahora me doy cuenta de lo equivocada que estaba.

Aquel año cambiaron muchas cosas: aprendí a escribir a máquina, aprendí a usar el procesador de textos y dejé de patinar para siempre. Pero había empezado a escribir mucho antes, sin más ayuda que el papel y el lápiz, y no con la intención de ser secretaria.

Hoy, leyendo un artículo en EPS sobre luchas generacionales, me he dado cuenta de que el grupo humano menos definido es precisamente aquel en que me corresponde estar. Me he dado cuenta de que los que vivimos nuestra adolescencia en la primera mitad de los 90 fuimos los últimos antes de la Logse; los últimos en disfrutar de Espinete y sus amigos, antes de que llegaran nuevos canales de televisión con Mamachichos incluidas -ninguna infancia puede ser normal con esas imágenes por delante. Ninguna generación, de las que siguió a la nuestra, pudo disfrutar de una infancia donde, con una proporción tan abrumadora, contábamos con madres-amas de casa, siempre al pie del cañón.

Me he dado cuenta de que mi generación, a pesar de que ahora debería vivir su momento, es la que menos ruido hace: pasamos de puntillas entre carcas y niñatos, intentando encontrar nuestro sitio sin decidirnos a salir del confortable hogar de papá. Mi generación no es la generación del cambio; no es revolucionaria ni apasionada. Las ganas de suicidarnos se nos pasaron tras la muerte de Kurt Cobain. Y somos demasiado realistas -pragmáticos, escépticos, desilusionados- como para tener intención de cambiar el mundo.

Me he dado cuenta, en definitiva, de que mi generación no es más que la generación de la adaptación, tras revisar todas las cosas que cambiaron tan deprisa en tan pocos años y cómo casi sin querer me fui haciendo a todas ellas. Y pase lo que pase, siempre seremos como camaleones, capaces de encontrar una postura cómoda para nuestra magullada espalda, recostados sobre el maletero hirviente de un viejo Seat, en un tórrido verano a más de 40º y bajo un sol cargado de sal.