5.3.06

Campeones y Camaleones

Cuando tenía alrededor de 11 años, mi padre decidió que era el momento de aprender a escribir a máquina: debía estar preparada para el futuro - un halagüeño futuro, quizá de secretaria o administrativa, con sus deseadas 300 pulaciones al minuto. Así que, siguiendo sus pautas, cambié las teclas del piano de mi hermano, capaz de hacer sonar la música aunque yo no supiera solfear, por hacer pelear mis lánguidos y huesudos deditos contra esas agarrotadas piezas de la olivetti. Así, fui haciendo filas y filas de letras, sin llegar a sentirme nunca capaz de dominar por completo la configuración del teclado qwerty.

Pasó un tiempo, que mi memoria identifica con un par de meses, pero dada la sensación de aburrimiento que me provocaba tal práctica, podían no ser más de dos o tres semanas, y entonces alguien bajó del altillo la olvidada máquina de escribir electrónica. Teclas mucho más ligeras y un corrector propio, que nos evitaba la engorrosa tarea de aplicar aquel socorrido pegote de tipex, a golpe de pincel. Con mi habitual espíritu de lucha y superación y demás, dejé la máquina de escribir aparcada en un rincón al cabo de pocos días.

El ordenador llegó cuando tenía 12 años. Aquel fue un año de cambios: descubrir aquel sistema de ventanas sólo fue uno de ellos. También hubo que renunciar para siempre a mis amados vinilos -en realidad los discos de Mattbianco, Swing Out Sister y la BSO de Dirty Dancing eran propiedad de mi hermano- para adaptarse a aquella pequeña revolución, plateada por una de sus caras; hermosa por sí misma, como una mampara de baño, aunque no tenga hidromasaje. Compramos un amplificador nuevo, que instalamos en nuestro viejo equipo de música de los 70 -con estética setentera incluida- y un reproductor de Cds, que entonces se conocían por su nombre completo, Compact Disc, con las consabidas risotadas de los angloparlantes ante nuestra histórica incapacidad pronunciativa, típicamente hispánica.

Aquel año tuve que aprender muchas cosas. Con el PC me hice pronto: el buscaminas y el solitario de Windows estuvieron dominados casi de inmediato; el Paint llegó a convertirse en uno de mis pasatiempos favoritos, a pesar de la dificultad para crear y mezclar colores -muy al contrario de lo que sucedía ante el lienzo; y la videoconsola, absurdo premio en un concurso de dibujo, fue a parar, tras dos fallidos intentos de uso, al armario de los trastos. Algo similar le ocurrió a mis patines en línea. Los de siempre, con cuatro ruedas, dos a dos, nunca fueron del todo olvidados.

Aquel año fue el año de la Expo, un acontecimiento que llegó a convencerme de que mi ciudad valía la pena -ahora me doy cuenta de lo equivocada que estaba.

Aquel año cambiaron muchas cosas: aprendí a escribir a máquina, aprendí a usar el procesador de textos y dejé de patinar para siempre. Pero había empezado a escribir mucho antes, sin más ayuda que el papel y el lápiz, y no con la intención de ser secretaria.

Hoy, leyendo un artículo en EPS sobre luchas generacionales, me he dado cuenta de que el grupo humano menos definido es precisamente aquel en que me corresponde estar. Me he dado cuenta de que los que vivimos nuestra adolescencia en la primera mitad de los 90 fuimos los últimos antes de la Logse; los últimos en disfrutar de Espinete y sus amigos, antes de que llegaran nuevos canales de televisión con Mamachichos incluidas -ninguna infancia puede ser normal con esas imágenes por delante. Ninguna generación, de las que siguió a la nuestra, pudo disfrutar de una infancia donde, con una proporción tan abrumadora, contábamos con madres-amas de casa, siempre al pie del cañón.

Me he dado cuenta de que mi generación, a pesar de que ahora debería vivir su momento, es la que menos ruido hace: pasamos de puntillas entre carcas y niñatos, intentando encontrar nuestro sitio sin decidirnos a salir del confortable hogar de papá. Mi generación no es la generación del cambio; no es revolucionaria ni apasionada. Las ganas de suicidarnos se nos pasaron tras la muerte de Kurt Cobain. Y somos demasiado realistas -pragmáticos, escépticos, desilusionados- como para tener intención de cambiar el mundo.

Me he dado cuenta, en definitiva, de que mi generación no es más que la generación de la adaptación, tras revisar todas las cosas que cambiaron tan deprisa en tan pocos años y cómo casi sin querer me fui haciendo a todas ellas. Y pase lo que pase, siempre seremos como camaleones, capaces de encontrar una postura cómoda para nuestra magullada espalda, recostados sobre el maletero hirviente de un viejo Seat, en un tórrido verano a más de 40º y bajo un sol cargado de sal.

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