Hoy 19 de Marzo es la gran noche de las Fallas, es el momento de la Cremà, del borrón y cuenta nueva primaveral. Y en días como hoy no puedo dejar de recordar mis años de mocedad en Valencia. Por aquel entonces, Sevilla para mí era la ciudad que figuraba en mi partida de nacimiento y un lugar que apenas conocía, bosquejado sólo por los retazos llenos de añoranza que me traía mi madre en forma de coplas y de macetas en el balcón; ese lejano rincón de España al que acudía en Semana Santa para conmoverme ante el pan de oro de las canastillas neobarrocas y las bandas de cornetas y tambores. Sevilla podía ser sólo eso, pero significaba mucho más. Era mi Arcadia particular, el Edén del que fui expulsada sin tiempo de explorarlo en profundidad. Y mi morriña irracional alcanzaba cotas inexplicables, como mi testaruda negativa a vivir en Valencia y a asumir que vivía en Valencia.
Me asomaba a las Fallas con cierta repulsión y fingida indiferencia, que se tornaba iracundo desprecio cuando la parafernalia que rodea a la fiesta me atacaba directamente: esos niños tirándome petardos, esas multitudes incordiando, esas bandas de musica despertándome a las siete de la mañana durante la semana que no tenía que ir al colegio y que, supuestamente, tenía libertad para dormir hasta las tantas. Y, cómo no, esos peinados incomodísimos, de roetes tirantes y peineta clavada. ¡Cómo dolía! Esa chocolatada, que recibía arrugando la nariz ante los grumos y la gruesa piel de nata. Ese cantar un himno que no era mío, de la mano de niños que no eran mis amigos.
No, yo no era valenciana. Y hacía alarde de no serlo. Una de mis pataletas más duradera, porque duraba todo el año académico, se refería a la lengua: me negaba a estudiar valenciano porque no era mi lengua. Así que, durante todo el curso, renunciaba a hacer los deberes y trabajos diversos que se nos encomendaban, máxime si la cosa trataba de escribir una redacción sobre Jaime I -allí "Jaume I, el Conqueridor"-. Sabía que no tenía dificultad en aprender, sólo fingía que no quería hacerlo. Aprobar los exámenes no era ningún problema pero, a pesar de tener buenas notas al final, mi profesora decidió -con buen criterio, pienso ahora- suspenderme por este evidente problema de actitud.
La condición que me impuso para aprobarme consistía en realizar todas las tareas que tenía pendientes, todas las que había ido dejando atrás a lo largo del curso. No tardé más de dos semanas: aprobado asegurado, y el resto del verano para mí, sin manchas en mi expendiente. Pero sólo lo hice por eso, por no dejar manchas, por lavar más limpio y con serias dificultades para tragarme mi orgullo.
Ahora bien, si la profesora hubiera sido además una buena educadora, se habría preocupado además de hacerme entrar en razón, me habría convencido con argumentos para estudiar valenciano, que los hay. Me habría hecho entender que estudiar una lengua que no es la mía no sólo no es malo, sino que puede ser una herramienta muy útil para ayudarme a comprender mi propia lengua, si de ombliguismo se trata, dada la interconexión de las lenguas romances. Me habría hecho entender que estudiar la lengua del lugar donde vivo es un ejercicio de respeto hacia la cultura de ese lugar, un generoso intento por integrarme, del que me habría podido beneficiar con algo menos de aislamiento en mi absurda infancia. Me habría hecho entender que estudiar una lengua que no es la mía sirve, básicamente, para entender a quienes la hablan. Y no querer entender no sólo es un acto de soberbia, sino que fue la actitud más prepotente, rozando lo ridículo, que pude asumir.
Terminé hablando el valenciano bastante bien, casi como si fuera de la tierra. Pero, por falta de uso, hoy por hoy lo tengo bastante olvidado.
19.3.07
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