3.9.05

Pepe, Inspector de Desastres

Es tan alto que, a veces, sobre todo en los días de niebla, no se sabe donde termina. Su cabeza es una isla de masa en un cuerpo que es de aire y pellejo. Sus huesos rotundos, que parecen querer salirse de la piel, haciéndola jirones, traen a la memoria fotografías de Gandhi, esas que supieron marcar los contrastes situando el foco de luz donde correspondía. Pero Pepe no hace régimen, ni siquiera huelga de hambre. Come como un cerdo entregando su alma impura a las filosofías orientales, y claro, así se digiere todo con más facilidad.

Hace unos años se compró una cueva para meditar, una pequeña loma rodeada de prados verdes. Le advertí que no lo hiciera, que podía traerle problemas; que la cueva estaba muy limpita, con sus paredes lisas y sus cráneos desparramados por el suelo. Pero él insistió, y se compró un dolmen. Ahora está en tramites legales por su custodia con las autoridades culturales.

En la aterciopelada oscuridad del dolmen, respirando el aire de miles de años, dejándose envolver por la sabiduría de los espíritus de todos los que fueron enterrados allí, deseando ser salvados para una vida futura por un dios solar, Pepe se sabe invadido por una conciencia superior, que entra a bocanadas en sus pulmones.

Así que cuando abandona su rincón de paz, el Planeta Tierra es un lugar fácil y acogedor. Se acabó la sensación punzante de destrucción, el carácter de un mundo rugoso y estéril como un papel de lija. Ya no ve nada de eso, lo que no quiere decir que exista. El nirvana no se lo permite. Y deambula por la ciudad, de casa en casa, de lugar en lugar, adoptando siempre la postura de la flor de loto, ingrávida sustancia, en sus animadas charlas con vecinos y compañeros, que le paran por la calle.

Vaya donde vaya, tiene la respuesta. En contacto con los espíritus de la paz y el diálogo, sabe lo que decir en cada momento para aliviar la pesadumbre de los seres humanos. Y ha descubierto en esto una vocación ignota para él hasta hoy.

Así que, tras una última visita a su dolmen, para cargar las pilas de paz espiritual, Pepe sale al mundo, envuelto en su camisa blanca y su pantalón arrugado -es lo que tiene el lino- a salvar almas. Le pueden tomar por un vagabundo, un ser sin una razón para vivir más allá del hedonismo, un matemático calculador de las consecuencias de todos los actos de la humanidad, un visionario de hielo o un ladrón de aforismos y de utensilios de primera necesidad. Pero vaya donde vaya, él busca el desastre para imponerle las manos de una verdad curativa. Y llega la paz.

Pepe, Inspector de Desastres, suspira por un mundo volátil que no es capaz de recuperar, al menos íntegramente. Fue a salvar las almas de la ciudad destruida de Bam, desaparecida en el polvo. Repartió panes y peces de posguerra en los Balcanes, mientras se admiraba con la belleza de la perdida Spalato. Fue a investigar las causas del inoperante sistema económico sudamericano, mientras se bañaba en las playas de Ipanema. Y ahora marcha a Nueva Orleans, a vacunar a niños contra las epidemias que se pueden desatar, al tiempo que revisa la historia de la literatura norteamericana auxiliado por Mark Twain y sus amiguitos del Mississipi.

Allá donde hay un desastre, está él, aliviando tensiones, facilitando la capacidad de racionamiento en los hombres, impulsando una reacción positiva. Como un ángel que eternamente sobrevuela nuestras vidas, se distingue en lo alto la figura desgarbada de Pepe, Inspector de Desastres.

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