27.6.06

Oda a los gatos


Me llevo bien con mi gato porque cuando le llamo, no viene. Si su nombre suena en mi boca con tono cariñoso y exultante, entonces quizá levante la cabeza y me mire expectante. Quizá maúlle a su vez, contestándome sereno, con rumor tintineante, como el balido de Copito de Nieve llamando a Heidi. Pero nunca viene cuando le necesito, sólo viene cuando le apetece.

Cuando le hago ver que puede encontrar en mi regazo un hueco confortable, con un par de sonoras palmadas en el muslo, entonces sí, aparece trotando y mullido. Deja caer sus ocho quilos de cojín blandito, caliente y vivo sobre mí, y se acomoda durante un buen rato. Busca el mejor hueco, se hace un ovillo, cambia mil veces de postura, me pisa el estómago y siempre, sobre todo cuando llega el verano y la ropa se hace más ligera, busca con su patita mi pecho, como preguntándose si esta vez le daré de comer. Cuando ve que no estoy dotada para alimentarle, se queja, maúlla con la boca abierta de par en par, con un lamento que suena como un lastimero "¡pero mamá!". Y como no hay de comer, olfatea cuanto puede, lame, chupa y se relame al olor de mi colonia. Y si no llevo colonia, será por la crema hidratante. Y si no, el desodorante. Y si no, el gel de ducha. El caso es que a mi gato siempre le huelo bien y por eso me lame. No se trata de una demostración de cariño, como los babosos lengüetazos de un perro cualquiera.

Me llevo bien con mi gato porque no me hace caso, ni me necesita; porque a veces desaparece y paso un día entero sin saber de él. Porque resulta divertido buscarle y encontrarle siempre en el lugar más confortable y cálido de la casa, que suele ir variando según la estación del año en que nos encontremos. Y así, mi gato resulta ser siempre el mejor indicador de comodidad.

Me llevo bien con mi gato porque casi nunca se queja, sólo cuando tiene hambre y sólo porque no tiene manos para abrir el paquete de comida, que si no, él mismo se la echaría. Ya lo intenta con los dientes, pero claro, no es fácil.

No pide cariño, sólo una caricia de vez en cuando. Y aunque nadie esté por la labor de dársela, a él de la igual y se la toma, acariciándose con la barbilla contra las piernas de su favorito en ese momento.

Me llevo bien con mi gato porque me deja hacer mi vida. Ni da ni pide nada, sólo está para compartir ese rincón calentito del sofá. Y si no le interesa mi compañía, se va.

Me llevo bien con mi gato porque no es servil ni traicionero: es compañero, es un igual.

Y a veces, echo de menos sus acertados gestos: esa altivez en respuesta a mi soberbia; esa distante piedad, cuando me encuentro mal; esa capacidad para dejarme sola cuando quiero estarlo y acompañarme cuando necesito un amigo; esa sabiduría infinita para aplacar un grito injusto y para ganarse una caricia. Echo de menos esa conciencia de igualdad en muchas de las personas que me rodean y que siempre son más o menos que yo: siempre exigen sin agradecer, adulan sin razón o, sencillamente, ignoran cómo pararme los pies.

A veces, tengo que ser gata. A veces, sólo mi gato puede comprenderme. Y quien quiera un perro que se lo compre; con los gatos no se puede.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ese de la foto es mi hijo, alergico y adoptivo, es como las relaciones de amor odio nos queremos pero el me quiere matar a mi. Es lo bonito del amor, pero aunque es el causante de muchos ataques hacia mi ser, no dejo de quererlo como se quiere a un hijo animal. Con cariño tu papa adoptivo