4.11.06

La muerte de los dioses

En nuestra cultura occidental, hemos asistido a una dolorosa y traumática muerte del arte, que muchos no han aceptado todavía. Seguimos mirando las huellas que ha dejado su paso por nuestra casa, sus obras aún calientes, como panes recién sacados del horno, con admiración y hambre de belleza; preguntándonos cómo fue posible su decadencia, su vejez prematura y su definitiva desaparición.

Pero en realidad fue una muerte rápida, porque cuando llamamos arte a cualquier tipo de expresión humana con intención comunicativa y estética a partes iguales, erramos de objeto. A nuestros ojos, todas aquellas obras que fueron creadas en la antigüedad y en los siglos que vinieron después pueden parecer arte, pero nunca nacieron con la determinación de serlo. Sólo a partir del siglo XVIII el arte tomó conciencia de sí: fue. Y al mismo tiempo firmaba su sentencia de muerte. Quizá se le hincharon las narices, quizá el aire de divinidad de los artistas, las alas desplegadas, hería los sentimientos de las obras, al borde del suicidio. Quién sabe...

Cuando Kant definió lo bello y lo siniestro, e hizo converger estos conceptos estéticos en lo sublime, quizá no lo sabía pero estaba anunciando la agonía del arte. Lo sublime es la chispa que hizo al arte reventar de tanta belleza; una belleza que no se puede soportar.

El arte murió de una enfermedad incurable, pero hemos asistido al fallecimiento de otros conceptos de igual valor por voluntad de los hombres. Y si no, no hay más que ver cómo Nietzsche mató a Dios con sus propias manos. Y sin temblarle el pulso.

Quizá estas ideas fueron el preludio de la muerte definitiva de todos los valores, el nacimiento de la nada como destino vital y la negación de la moral. Hemos regresado, o quizá nunca nos fuimos, al relativismo moral de los sofistas. Nos hemos desecho de una verdad única, inmutable y absoluta. Y mientras tanto, para soportarlo, hemos ido levantando nuestros pequeños dioses.

Esos dioses son las afirmaciones infantiles de nuestro ser: un ansia de perfección que nos encumbrará a la fama, al triunfo, a la nada. Nos han dicho que en cada uno de nosotros puede haber un dios y nos empeñamos en sacarlo a la luz, intentando situarlo por encima de los otros pequeños dioses. La competitividad por sí misma, sin otorgar valor a aquello por lo que se compite; y el ansia de superación de la que fácilmente se puede hacer ostentación, y que por tanto se basa en aspectos materiales y superficiales, mueven el mundo.

Mi pequeño dios me impulsa a pretensiones vanas: ser la mejor, la más brillante, en mi trabajo; la más guapa; la más inteligente... Bien podía animarme a ser mejor persona, mejor amante, más que amada. Pero nuestros pequeños dioses, como aquellos de la mitología, nos conducen por el camino más humano y menos divino. Y de momento, son bien aceptados entre nosotros.

¿Para cuándo un movimiento filosófico que se deshaga de ellos? ¿Cuándo empezará el hombre a caminar sin tener que cogerse de la mano de un ser supremo, por mundano que sea?

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