A Beethoven y Goya se les ha comparado a menudo y siempre buscando un nuevo punto de convergencia. Que si la enfermedad, que si la sordera, que si el carácter... No voy a entrar en los dos primeros aspectos, porque para eso necesitaría tener datos concretos, y para especular, ya está el Canal Historia; pero en cuanto al carácter, siendo algo tan subjetivo, me atrevería a formular mi propia hipótesis.
La evolución del drama en ambos artistas es inversa: el español nació pobre y sin cultura, pero era un arribista despabilado, que supo ganarse la confianza de los poderosos, al tiempo que iba absorbiendo todos los conocimientos que estaban a su alcance. Fue feliz durante muchos años, hasta que la curiosidad mató al gato: saber más de la cuenta de sus amigos aristócratas fue la primera decepción. Después llegaron otras cuando se enteró de lo que pasaba en Francia, cuando tuvo contacto con las ideas revolucionarias y, sobre todo, cuando se dio cuenta de la imposibilidad de implantarlas en el Paraíso de los Cainistas, popularmente conocido como España. Su enfermedad fue la gotita que colmó el vaso: cada vez más solo, perseguido y repudiado por sus antiguos amigos, y además sufriendo terribles dolores y una progresiva sordera... ¡Que levante la mano el que piense que no le agriaría el carácter!
El alemán, por su parte, era un alma en pena practicamente desde que nació, de los que ven el vaso no medio vacío, sino casi casi vacío. ¿Pero de verdad había algo en el vaso? El pobre parecía que no podía tener una vida tranquila: constantes traumas, una familia rota, deshecha desde su infancia, desengaños amorosos y mucha soledad... Problemas que degeneraron en intentos -o al menos intenciones- de suicidio.
El hecho es que parece que pasar por situaciones extremas ayuda a cambiar la perspectiva. La historia de Beethoven es una historia de superación: de superación de sí mismo, de sus miedos, de sus traumas y de su capacidad artística. Cuentan que no dejaba una partitura tranquila, que la emborronaba constantemente hasta que obtenía lo que quería, hasta que todo encajaba en sus oídos primero, y más tarde, en su cabeza. Muchos le llamarían obsesivo; otros, perfeccionista.
Con los años, dejó a un lado las decepciones íntimas y se paró un poco a pensar en el bien general, recuperando la fe en el ser humano. Mientras tanto, se había ido quedando sordo, algo que desesperaría a cualquier músico. Y sin embargo, él seguía trabajando sin descanso, con una capacidad de abstracción que fue lo que quizá le convirtió en el padre de la música contemporánea.
La 9ª Sinfonía es un ejemplo de todo eso y, como ya sabrán todos los fans de Miguel Ríos, un canto a la esperanza en el hombre. Beethoven se convenció de que había una solución para los problemas del mundo, de que esa solución podía llegar a ser una realidad, y de que esa realidad sólo dependía de la voluntad del ser humano. En lo que no cayó el Maestro es en lo complicado que puede llegar a ser poner de acuerdo a toda la Humanidad. Pero ya se sabe, a grandes metas, grandes dificultades.
La West Eastern Divan tiene hoy, dos siglos más tarde, el mismo entusiasmo para materializar los sueños del Maestro. Pero la cosa no para de ponerse cuesta arriba. El utópico proyecto de Barenboim y Said quiere cambiar el mundo a través de la música.
Por eso, fue muy esperanzador comprobar ayer noche, a eso de las diez, en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, la cantidad de público congregado para asistir al concierto de la joven orquesta de músicos árabes, judios o de cualquier otra etnia, raza, religión o nacionalidad. Y más si esta orquesta cargada de buenas intenciones y magistralmente dirigida por el propio Barenboim iba acompañada por el Orfeón Donostiarra para interpretar la Novena del Maestro. La Novena, nada menos.
Mucha gente, familias enteras. Me sorprendió la cantidad de jóvenes, pero no sólo el "menor-de-30-cultureta-snob", que por definición tiene la obligación de asistir a estos conciertos; sino chavales de 20, de 18, de 15, a los cuales no me costaría demasiado enmarcar dentro de la estética tradicionalmente "cani". Había incluso niños, y no quiero decir niños de 10 años, de los que están aburridos ya de ver el Conciertazo -admirable programa, por cierto- y necesitan algo más fuerte: me estoy refiriendo a renacuajos de la talla de "bebé mocoso", uno de los cuales amenizó la fiesta con un potente y sonoro llanto, capaz de competir con las voces de los que estaban en escena.
Mi esperanza en la futura cultura musical que podía abrazar mi tierra empezaba a truncarse por momentos, cada vez que echaba un vistazo alrededor. ¿Qué hacía allí toda esa gente? ¿El calor les había afectado al cerebro? ¿Quizá no tenían nada mejor que hacer y no tenían tele por cable o internet para consolarse? ¿Había sido el precio de la entrada -diez euricos- lo que les había animado a reunirse en la plaza de toros? ¿O es que mis paisanos van a la plaza de toros en cuanto haya un evento programado, sea del tipo que sea?
No tengo la respuesta, pero mis recientes análisis de la idiosincrasia sevillana me hacen decantarme por la última opción. La gente iba al concierto como quien va a los toros, lo que me hace pensar que quizá no estaba informados de que estaba previsto un concierto, y además de música "clásica". Es decir, botellitas de agua fresquita y refrescos varios recién comprados, bolsas de cacahuetes, pipas, kikos... Como en los cines de verano de antaño, sólo faltaban los bocadillos -no vi ninguno, pero no puedo asegurar que no estuvieran allí. Lo que haga falta y a disfrutar del espectáculo. A mi espalda se sentó una familia, de las que antiguamente se conocería como "familia numerosa", con cuatro o cinco niños, una de ellas con un hipo incesante, y el resto pasándose la bolsa de cacahuetes sin pelar.
Para hacer más difícil la tarea de mantener la atención, alguien tuvo el considerado gesto de sufrir un "yuyu" -por ahí se habla de desmayo-, con lo que nuestros ojos no pudieron hacer otra cosa más que centrarse en los efectivos de la Cruz Roja, que subían como podían entre la multitud para asistir a la protagonista del momento.
Eso, y la tradicional acústica del albero, explica que el sonido no llegara con intensidad y mucho menos con claridad. Se escuchaba un buen amasijo de notas, hasta el punto de que los pianissimos eran imperceptibles; hasta el punto de no distinguir cuando entraba un instrumento u otro; hasta el punto de hacerme pensar que la soprano desafinaba como una bellaca. Y en este punto, espero estar equivocada, porque en gallos no le ganaba ni Bustamante.
Por lo demás, los pelos como escarpias. Estando como estaba en una plaza de toros, estuve por sacar el pañuelo para pedir las dos orejas y el rabo, mientras el director hacía un gesto provocador: quizá no lo sabía, pero al señalar a la orquesta como la merecedora de los aplausos que le brindábamos, tenía una pose torera que ni Curro Romero. Sevillanía hasta el final: los aplausos se convirtieron, mágicamente, en palmas al compás. No sé donde terminaba el gesto simpático de los sevillanos, donde empezaba la costumbre de aplaudir así, sea cual fuere el motivo, y qué espacio quedaba para la que considero la auténtica razón de estas palmas: darle una lección de ritmo a Don Daniel, que de esto los andaluces sabemos un rato.
Eso sí, aún me duele la espalda. Y es que las plazas de toros no están hechas para disfrutar de la música.
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