29.8.06

La Peor Estirpe

Aún en el umbral del siglo XXI, con la ilusión de tener todas las guerras ganadas y todos los miedos superados, nos hemos convertido en adictos a esas pequeñas comodidades burguesas de las que muchos dicen poder prescindir. Un vacío espiritual tan grande, que tiende a ser llenado con bienes materiales: una muchacha con hambre de amor, que se vuelve bulímica; un ser mediocre que se cree perseguido por el infortunio y busca la suerte en los juegos de azar, con su consiguiente ludopatía... Y el que más tiene más quiere. Porque quien más tiene, más ha perdido de todo aquello que era tan valioso y que no se encuentra en lo palpable.

Pero estos son casos extremos. Todos llevamos dentro, en mayor o menor medida, una frustración que nos hace vulnerables a la codicia material. Una frustración, que acompaña al hábito de no haber padecido nunca -o haberla olvidado demasiado fácilmente- una gran necesidad, como comentaba recientemente otro bloguero. En definitiva, no podemos renunciar a nuestras comodidades.

Por otro lado, la soledad -esa "enfermedad del siglo XXI"- llega a ser tan grande que, en ciertos momentos, para ciertas personas, bien podría llamarse aislamiento. A pesar de poder tener comunicación directa con Oriente Medio vía internet; servidos de satélites, agencias de noticias y programas barriobajeros en televisión; carecemos de comunicación directa con el más allá y con el más acá. No saludamos al vecino y hemos olvidado la historia, la ciencia, la filosofía y la metafísica. Hemos olvidado intentar comprender el mundo. Nuestras aspiraciones comunicativas quedan en aguas turbias, pantanosas, que no son río ni oceáno; en un duermevela que sirve para pasar el rato y evitar pensar que quizá ese rato era lo que llamamos vida. Y ya pasó.

Pero me estoy poniendo demasiado trascendental para el asunto tan simple que pretendía tratar. Y es que estos dos males de nuestra sociedad contemporánea -el aislamiento y la negativa rotunda a renunciar a nuestras pequeñas posesiones-, pueden unirse y generar una auténtica catástrofe cuando entra en juego "la peor estirpe" de trabajadores que existe: fontaneros, albañiles y demás chapuzas.

Así, una avería en casa, sea del tipo que sea, puede provocar una profunda crisis en nuestras cómodas existencias: habrá que renunciar a usar la ducha durante un día; o recurrir a un amigo o familiar. Pero en estos casos, ¿dónde se meten amigos o familiares? A veces fallan, otras veces ni siquiera existen.

Podría ahora hablar, como al principio, de frivolidad, de vacío espiritual, de lo poco acostumbrados que estamos a pasar cierta necesidad. Pero, bien pensado, ¿quién es capaz de ir a trabajar sin ducharse? Una persona que, por ejemplo, trabaje en un puesto de atención al público, seguro que no tendrá mucho público que atender durante esa jornada laboral -ahuyentado por el mal olor, claro está-, lo que, indirectamente podría suponerle un despido. Y si nos preguntamos qué puede suponer un despido para esa persona, tendríamos que abordar ya una reflexión que da para otro post sobre la relación de amor-odio que mantenemos con nuestros trabajos.

Pero no es preciso alarmarse. Siempre hay una solución. La llave que abre nuestras puertas es una llave inglesa y está en mano de la peor estirpe. Una serie de estafadores y timadores sin escrúpulos que conoce nuestros puntos débiles, que sabe que no podemos pasar más de dos días sin usar el cuarto de baño o la cocina. Y quizá, el gremio donde con más claridad se comprueba que el trabajo no se paga en función de criterios de calidad, rapidez o eficiencia; sino que impera una dictatorial ley de la oferta y la demanda, llevada a sus peores consecuencias. La desesperación nos lleva a pagar en mucho más de lo que vale un trabajo para salir del paso, para regresar a nuestra vida tranquila y satisfecha, saciada de sí misma. Y para que, pasados unos días de tedio, tengamos algo que contar: "No veas la que me lió el fontanero en casa el otro día..."

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