Ya no sé si los tradicionales problemas aeroportuarios españoles son cosa de nuestras chapuzas caseras, es decir, de los responsables de la gestión de los aeropuertos; o de las compañías que en ellos se integran, y hacen negocio claro está.
El asunto es que yo ahora mismo debería estar en Alemania, en aquel pueblo que acogió a Nietzsche en sus años mozos... Y aquí estoy, en casita. Pero ni me extraño, ni me sorprendo: y es que dadas las circunstancias, visto lo visto durante los últimos tiempos, tras la huelga de pilotos o desastrosos espectáculos como el del Prat, creo que casi todos los usuarios estamos ya curados de espanto.
La cosa empezó a olerme a chamusquina cuando reservé mi billete por internet -¿por qué no empezaré de una vez a desconfiar de esta máquina infernal, como dicen algunas personas de cierta edad?- con una compañía que consideraba lo suficientemente fiable: Lufthansa. Todo iba bien hasta que, en el momento del pago, me prometieron enviarme el billete por correo ordinario a la dirección postal que les indicase. ¿Por qué? En otras ocasiones, concretamente en los vuelos de Iberia, no he tenido necesidad de llevar al aeropuerto un billete "físico": me bastaba con llevar impreso el e-mail que confirmaba la transacción e indicaba el código de reserva correspondiente.
En principio no le di más importancia. Pero el día del vuelo se acercaba y el billete continuaba sin llegar a mi buzón así que, aunque iba poniéndome nerviosa, pensando que no me dejarían subir al avión sin el billete; intenté dominar a mi "yo dramático" pensando que, como con los vuelos de Iberia, con el e-mail bastaría.
Todo habría ido bien si el Metro de Madrid, enterito, no estuviera en obras. El trayecto de Atocha a Barajas, que normalmente no ocupa más de media hora y no exige hacer más de dos transbordos, en esta ocasión me hizo perder una hora entera dando vueltas por túneles subterráneos varios, cargando con una enorme maleta por escaleras que, por supuesto, se construyeron cuando aún no se habían inventado las mecánicas.
Pretendía pasarme por el mostrador de Lufthansa, primero, para comprobar si había algún problema con el billete. Pero como iba un poco justa de tiempo y la compañía asociada que operaba el vuelo, que no era otra que Spanair, estaba en una terminal distinta, decidí ir directamente a facturar. Ingenua de mí, pensaba que si había algún problema, el personal de Spanair me lo diría antes de hacer subir mis maletas al avión.
Pero no. Aunque tenía que cambiar de avión en Frankfurt, para seguir hasta Leipzig con otra compañía distinta, concretamente Eurowings, la amable señorita del mostrador de Spanair no sólo me confirmó que podía recoger mis maletas directamente en el destino final, sino que me dio las dos tarjetas de embarque para los dos vuelos.
Lo demás estuvo más bien dentro de lo que cabe esperar en estas situaciones: primero, patearme todo el aeropuerto en busca de mi puerta de embarque; dejar que me desnudaran para comprabar que no llevaba armas de destrucción masiva en los calcetines; aguantar una cola de media hora para embarcar y, mientras tanto, mordisquear un bocadillo de jamón. De ese jamón que pensaba que no iba a volver a probar hasta pasadas tres semanas de exilio germano...
Pero, como en las películas, estaba despidiéndome por teléfono de mis seres queridos, cuando formulé un deseo en voz alta: "Ojalá pudiera quedarme en España". Y, como en las películas, se cumplió. Al llegar al embarque, más o menos, vinieron a preguntarme que dónde iba yo queriendo volar sin billete. Les mostré las tarjetas de embarque y el e-mail, confirmando la reserva, pero no parecía ser suficiente.
Las palabras más difíciles de asumir en momentos así son: "Un momento, voy a hacer una llamada para comprobarlo". Y eso es lo que me espetó sin remilgos el "encargado de hacernos embarcar", cuyo cargo tendrá otro nombre más profesional, supongo. El tío estuvo mareando la perdiz un buen rato, sujetando el teléfono entre el cuello y el hombro, mientras me tenía esperando y dejaba pasar a otros pasajeros. Al colgar me dijo que mi billete no había sido emitido y que no podía volar sin billete; que la única solución era ir a recogerlo al mostrador de Lufthansa, pero que como estaba en la otra punta del aeropuerto, no le daría tiempo porque el avión estaba a punto de despegar. Y que fuera yo corriendo si me atrevía... Más o menos.
El simpático trabajador del aeropuerto dio por hecho que no había solución y me aseguró que me iban a "reasignar a otro vuelo", cosa que no me interesaba demasiado porque perdería mi enlace a Leipzig y, en consecuencia, mi posterior enlace en tren a Naumburg. Y sin más ganas de complicarse ni de perder más minutos atendiéndome me despidió, mientras yo le miraba con la boca abierta, indicándome que no olvidara recoger mi maleta al salir.
Lo de las maletas es otra. Estuve como una hora esperando a que salieran y cuando mi paciencia estaba a punto de agotarse le pregunté al imperturbable trabajador de "equipajes perdidos" si aquello era normal, si solía tardar tanto y si cabía la posibilidad de que mis maletas estuvieran ya volando hacia Leipzig. A la que el hombre me sonrió, con toda la tranquilidad del mundo, y contestó: "Es una posibilidad". Atónita me quedé.
Para varíar, esta aportación icónica es mía, una foto tomada en el Aeropuerto de Barajas. Me gustaría llamarla Maletas Esperando a sus Dueños. O bien, ¿Qué llevan puesto?
Recogidas las maletas -en realidad una, la otra sigue perdida- me fui al mostrador de Lufthansa a alcarar lo sucedido. Efectivamente, mi billete no llegó a emitirse y, afortunadamente tampoco me habían llegado a pasar a mi cuenta el cargo de 386 euros que costaba. La bilingüe español-alemán me atendió con comprensión y amabilidad en mi idioma, mientras cuchicheaba con su compañera en alemán por lo que, paranoica como soy, ya empecé a pensar que aquello era una conspiración contra mí. Pero no, aquella me aseguró que no me iban a cobrar el billete, sólo los gastos de gestión. ¿De gestión de qué? ¿De un billete que no existe? Estaba tan agotada que decidí obviar el asunto. Le pedí que no me "reasignara" nada, que no me pusiera en lista de espera, como ya me había prometido, porque sólo tenía ganas de volver a casa a descansar.
Y en esas estoy, descansando. Y sin ninguna gana de viajar, y menos aún, de volar.
Y conste que a mis lectores les he ahorrado el asunto de la otra trabajadora de Lufthansa que me había atendido previamente y que se dedicó a recordarme, con aires broncos, lo estúpida que soy, lo fácil que me resulta perderme en un aeropuerto y las escasas posibilidades que tenía de llegar a mi destino en las horas que le quedaban a aquel sábado.
2 comentarios:
Desde luego, vaya historia... Pero míralo por el lado bueno... ¡Estás en casa!
Sí, esa es la ventaja. Aunque me hubiera gustado ser responsable de ello. Es decir, ¿cómo sabían todos los trabajadores del aeropuerto y de las diferentes compañías aéreas implicadas que yo prefería no volar? ¡Qué majos son! Han tenido en cuenta mis deseos más de lo que lo he hecho yo; y han sumado sus esfuerzos para hacerlos realidad.
Ese es el problema, que la responsable de volar o no volar debería ser yo y sólo yo; y no la incompetencia de esta gente. Si hubiera sido un viaje importante, ineludible, ¿qué posibilidades habría tenido de llevarlo a buen término?
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