
La koré es un exvoto, una sombra de una mujer real, que pasa por el templo y deja su representación estatuaria para decir "yo estuve aquí, yo sigo estando aquí". Como los garabatos que dejan los niñatillos en los lavabos públicos.
Trabajada, eso sí, con delicadeza, su uso meramente funcional no le impide revestirse de los detalles que toda imagen ritual necesita para cumplir su misión de sustitución del ser humano: los rizos geométricos, bucles en espiral que aspiran al infinito; los pliegues del tejido iguales, paralelos en sus rectas y en sus curvas. El hombre que creaba estas obras era un dios, como lo son también las niñas que juegan a vestir a sus muñecas con todos sus complementos, preocupándose por reproducir con exactitud el pelo y la ropa.
La sonrisa de la koré es la sonrisa falsa de una mujer que nunca existió, pero que tuvo su gemela en un mundo antiguo y olvidado. Retratos abstractos, reproducciones inexactas y simplificadas, que buscan una perfección imposible por definición. Copia el rostro de una muchacha, cuenta hasta mil y tendrás una koré. La sonrisa de la koré inquieta, sin asustar, porque está congelada en una mueca sin lógica: porque no puede ser.
El hombre de hoy ha olvidado la belleza simple de una sonrisa, la necesidad de repetirla, reinterpretarla, fabricarla con sus manos, haciéndola suya, para reconfortarse en esa belleza. El hombre de hoy no entiende esa mueca sin vida pero sí los agarrotados gestos de dolor que pueblan otras imágenes. Y es que hemos perdido el equilibrio y necesitamos sentir en extremo para sabernos vivos. Una sonrisa no basta, hace falta una carcajada. La ausencia de dolor no es nada. La experiencia de la muerte y el sufrimiento a través del arte son recordatorios imprescindibles de una existencia anestesiada.
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