12.9.06

El pez grande y el pez chico

Juanito tenía seis años y un pelo crespo y rebelde que se hacía difícil peinar. Los mechones rubios se desperezaban desde la coronilla, mientras su madre intentaba ponerle el uniforme, para su primer día de vuelta al colegio, tras las vacaciones.

Había tenido a su hijo con mucho trabajo, después de numerosos tratamientos de fertilidad junto a su marido. Y por fin, con 37 años consiguió dar a luz a esa criatura tan esperada, amada, deseada... Ahora tenía 43 y cada vez menos energía para correr detrás de esa pesadilla revoltosa que era el rey de la casa.

Ni fuerzas para castigarle cuando se portaba mal, ni voluntad para ponerle límites. Su hijo era más que su vida, su sol. Y no hacía más que repetírselo, mientras le ofrecía golosinas con la sola intención de ver de nuevo su sonrisa llenar de luz la habitación. No había nada que Juanito hiciera mal, y si lo había, se olvidaba pronto.

Así que aquel primer día de colegio estaba siendo duro. No había nervios, ni emoción en la cara de su hijo. Sólo un llanto intermitente y reivindicativo, que su madre fingía no escuchar. Contra su voluntad, lo dejó a cargo de la maestra y se fue lentamente, tras miles de abrazos desconsolados, lanzándole besos tras el cristal de la puerta, tal como había leído que debía hacerse en los libros de psicología infantil que acumulaba en su estantería.

Los primeros días entre los niños fueron más de juegos y risas, que de cuadernos y libros. Y sin embargo, el insatisfecho Juanito no cambiaba su expresión enfurruñaba. Apenas hablaba con nadie. Los ojos vacíos nunca se posaron en los lápices de colores de su mesa, ni en los dibujos que adornaban las paredes, ni siquiera, en los pájaros que volaban tras los cristales. Respondía a la maestra con un mutismo insolente. A veces, en contrapartida, le gritaba y volvía a lloriquear.

Juanito, en definitiva, echaba de menos los mimos de su madre.

Así que decidió tomarse la revancha. Pataleaba. Tiraba de las coletas a sus compañeras. A la maestra le lanzaba los libros. Pellizcaba a las niñas y pegaba patadas a los niños. Desobedecía cualquier orden. Si le pedían que hablara, callaba. Si tenía que callar, los gritos se oían desde el pasillo. Pronto empezaron el puñetazo y el cabezazo contra la pared; las marcas de tijera en las mesas y los garabatos en libros ajenos.

La maestra no perdía la calma, acostumbrada como estaba a muchos casos como aquel. Pero las visitas al psicólogo del colegio o al despacho del director no tenían efecto en el niño. Y así las clases iban pasando y mientras los demás comenzaban a leer, él se disputaba la atención de todos, perdiendo una tras otra las oportunidades de avanzar.

Un día se miró al espejo y sin saberlo, empezó a ver una imagen que no le gustaba. Las golosinas y mimos de su madre le habían convertido en un niño gordo; su falta de atención, en un niño tonto. Y la ira le consumía. Ya sólo le quedaba una cosa: el miedo.

Y aprendió que el miedo era un arma. Aprendió que podía amenazar a su madre, podía decirle que había dejado de quererla, para conseguir cualquier cosa. Aprendió que podía sacar de quicio a su maestra, para que le castigara y le evitara asistir a una de sus tediosas clases. Aprendió que podía golpear a sus compañeros hasta que éstos le dieran su bocadillo, le miraran con respeto, evitaran discutir sus ideas o levantar la voz en su presencia.

Aprendió que su fama de matón le precedía, que podía reclutar a un pequeño grupo de vándalos que harían lo que él dijese, por miedo a un enfrentamiento con esa bestia en que se había convertido. Aprendió que podía aprovechar su influencia sobre los demás para conseguir que los "empollones", tristes debiluchos que no hacían nada más divertido que estudiar, le hicieran los deberes que él no quería hacer. Y así fueron pasando los meses y los años.

Siendo niña, un día trajeron a mi clase a Juanito, castigado. Era un año mayor que todos nosotros y creo que la intención del psicólogo era ponerle a prueba: demostrarle lo que se sentía siendo un año mayor, y estando un año por detrás de sus compañeros; demostrarle que ser "un año más tonto" puede ser lo suficientemente humillante como para hacerle cambiar de actitud. Pero fue inútil.

Con nosotros, Juanito cometía los mismos errores. Se lo conté a mi madre, atemorizada. Me sonrió y me dijo: "Tranquila, deja que pase el tiempo".

Y pasó el tiempo. Y Juanito también pasó, sin pena ni gloria. Y es que todos los imperios del terror, tarde o temprano, caen.

Gracias a Grumman por haberme dado la idea para esta historia, a través de esta entrada.

2 comentarios:

Grumman dijo...

..he de dartelas a ti, por mostrarnos la tendencia que espero podamos invertir de la sociedad actual.

En breve tendre a mi niñito, ehehehe...asi que intentare darle la mejor educacion, como todo padre claro...pero sin duda espero mostrarle el camino para llegar a ser una persona al menos como yo....hehehehe...no, fuera bromas.

Ojala que los estimulos que le de desde su nacimiento, si que le muestre el camino para ser un persona inteligente, que sepa valorar su entorno y lo que tiene, y si es posible que sea capaz de llegar a ser algo importante en la vida. Espero que no atienda solo al sentido economico de la vida..y si lo utilize para darse una vida comoda pero con un objetivo. No creo que la vida sea suficiente con verla pasar, sino tal vez como una forma de interacturar con ella.

umla2001 dijo...

¡Vaya! ¡Felicidades por tu próxima paternidad!

Estoy segura de que lo harás muy bien, siempre que desdeñes los consejos de todos -que parecen saber más que los padres- y te guíes por los instintos, que para eso están.

Así que ya puedes ir olvidando este consejo.

Besos.