El acceso al museo, cualquier día de la semana, a cualquier hora, puede dilatarse entre una hora, para los más madrugadores; y tres o cuatro, para el resto. Las colas ordenadas, pero muy pobladas, suelen dar varias vueltas al recinto. Pero merece la pena plantarse allí a esperar y pagar doce euros, para ver las maravillas del arte universal, donde se integran piezas que no son siempre de carácter devocional, como el famosísimo Laocoonte, uno de sus principales reclamos.
El Vaticano es visita ineludible de la capital italiana: allí, es posible ver la Capilla Sixtina, así, de pasada, llevado en volandas por la multitud; y es también un lugar idóneo para el desarrollo de otros segmentos turísticos. De hecho, una fuente de ingresos nada desdeñable para el pequeño estado romano es sin duda la venta de material religioso: los rosarios y calendarios con la efigie del Papa tienen precios desorbitados y, aún así, se venden como rosquillas. Los peregrinos no le harán ascos a las imágenes religiosas, ni tampoco a los souvenirs oficiales del museo, con imprimación de las obras con las que acaban de deleitarse. Desde camisetas, a puzzles, pasando por tazas de café.
Pero además, en ciertas épocas del año, el Centro Turístico popularmente conocido como Vaticano, o Santa Sede, ofrece espectáculo. Desde el Vía Crucis que suele hacer el Papa cada Semana Santa, que cuenta con miles de espectadores todos los años; a fiestas tan entrañables como la de hoy.
Días antes, las autoridades se encargan de prepararlo todo. Es fundamental contar con un buen Belén en la Plaza de San Pedro, que suele ir acompañado por un árbol inmenso; para que quienes quieran acercarse a la Misa del Gallo, cuenten con el calor del hogar de ese Niño que ha nacido, ya que el invierno romano es tan frío como cualquier otro. La plaza se llena de sillas para los asistentes, como en tantos otros eventos. Y la multitud se agolpa a las puertas del templo más importante de la ciudad con la esperanza de entrar a formar parte de ese centro del mundo católico, que es la Iglesia de San Pedro.
Hace hoy un año exactamente, tuve la oportunidad de acercarme a ver lo que se cocía en el centro del mundo católico. Y debo reconocer que mi intención de asistir a la Misa del Gallo oficiada por Benedicto XVI no respondía a la llamarada de fe, que súbitamente había podido encenderse en mi pecho. Yo, como buena turista, iba a ver el espectáculo.
Después de una cena abundante, a base de sopa calentita, entre otros manjares, en una trattoría de la zona, que estaba a rebosar; mi padre y yo nos dirigimos a la plaza, con la sola intención de ver el ambiente. Debían ser las nueve de la noche y la cola rodeaba varias veces la columnata de Bernini. Nos situamos donde pudimos, con la picardía de quien está muy habituado a colarse en las casetas de feria. Pero allí no había ni coros de monjas cantando, ni gente del Opus uniformada, ni grupos de religiosos rezando, nada... Una estafa. Ni una pizca de emoción en la noche más importante del calendario cristiano, después del Domingo de Resurrección, claro está. Lo único que había en la Plaza de San Pedro era un montón de gente estirando el cuello para ver si podía entrar a la iglesia.
Con diversas tretas, de las que sólo se aprenden después de pasar muchos años accediendo sin invitación a las casetas más exclusivas de la Feria de Sevilla, y con una sola entrada regalada, mi padre y yo nos colamos en el templo. Y quizá tuvo algo de interés la misa cantada en latín, por la novedad; porque es algo que no había escuchado nunca. Y el sermón del Papa en italiano, que decía más o menos lo que ET, que hay que ser buenos; además de otras cosas más cercanas a ese tono de radicalillo que caracteriza a Ratzinger, como la necesidad de garantizar la defensa de la familia, que, al parecer, estaba en peligro y no nos hemos dado cuenta.
Pero en realidad nada de eso me interesaba. Yo sólo quería ver si, acercándome al núcleo de la vida cristiana, podía acercarme a todo lo bueno que tiene la religión, porque lo tiene, y mucho. Aunque fuera una creencia descafeinada, un cristianismo sin fe en Dios, donde celebrar la esperanza en la bondad humana, que podría terminar salvando este mundo de mierda.
Pero Ratzinger y los suyos sabían muy bien lo que se hacían. Ellos iban dando su espectáculo hasta el final, con paseíllo incluido, cantando aquel famoso villancico italiano Tu scendi delle stelle, que debe ser como nuestros Campanilleros. Sin perder la compostura, el Papa iba bendiciendo a todo aquel que se le acercaba entre la multitud. Y eso, aún sabiendo que quienes van todos los años a escuchar su sermón de la Misa del Gallo no son fieles, sino turistas que quieren espectáculo.
